Tempestades de acero
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Ernst Jünger <strong>Tempesta<strong>de</strong>s</strong> <strong>de</strong> <strong>acero</strong><br />
Entonces vimos que el camino en hondonada no era más que una serie <strong>de</strong> embudos gigantescos que se<br />
hallaban llenos <strong>de</strong> muertos, armas y jirones <strong>de</strong> uniformes. Granadas <strong>de</strong> grueso calibre habían removido<br />
completamente, hasta don<strong>de</strong> alcanzaba la vista, el terreno circundante. Los ojos, aunque buscasen, no<br />
podían ver ni una mísera brizna <strong>de</strong> hierba. El arañado campo <strong>de</strong> lucha era espantoso. Los <strong>de</strong>fensores<br />
muertos estaban tendidos entre los <strong>de</strong>fensores vivos. Al cavar agujeros para protegernos observamos que<br />
los muertos yacían unos encima <strong>de</strong> otros, en capas superpuestas. Una compañía tras otra había<br />
perseverado hasta el fin, apretujada, bajo el fuego <strong>de</strong> tambor; éste la había segado y <strong>de</strong>spués las masas <strong>de</strong><br />
tierra lanzadas a lo alto por los proyectiles habían sepultado los cadáveres. Los hombres <strong>de</strong>l relevo habían<br />
venido a ocupar el puesto <strong>de</strong> los caídos. Ahora nos llegaba el turno a nosotros.<br />
El camino en hondonada y el terreno <strong>de</strong> <strong>de</strong>trás estaban sembrados <strong>de</strong> alemanes; el terreno <strong>de</strong> <strong>de</strong>lante,<br />
<strong>de</strong> ingleses. De los talu<strong>de</strong>s salían, rígidos, brazos, piernas y cabezas; <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> nuestros agujeros había<br />
miembros sueltos arrancados, así como cadáveres enteros. Sobre una parte <strong>de</strong> ellos habían sido arrojados<br />
capotes y lonas <strong>de</strong> tienda <strong>de</strong> campaña, con el fin <strong>de</strong> escapar así a la visión permanente <strong>de</strong> aquellos rostros<br />
<strong>de</strong>sfigurados. A pesar <strong>de</strong> las altas temperaturas nadie pensaba en cubrir <strong>de</strong> tierra a los muertos.<br />
La al<strong>de</strong>a <strong>de</strong> Guillemont parecía haber <strong>de</strong>saparecido sin <strong>de</strong>jar rastro; sólo una mancha blancuzca en el<br />
campo <strong>de</strong> embudos señalaba el lugar en que habían quedado reducidas a polvo las piedras gredosas con<br />
que estaban construidos los edificios. Delante <strong>de</strong> nosotros quedaba la estación, aplastada como un<br />
juguete; y más allá, el bosque <strong>de</strong> Delville, reducido a astillas.<br />
Tan pronto como amaneció, un avión inglés que volaba a baja altura vino hacia nosotros y, cual un ave<br />
carroñera, empezó a <strong>de</strong>scribir círculos por encima <strong>de</strong> nuestras cabezas, mientras huíamos a escon<strong>de</strong>rnos<br />
en los agujeros y nos acurrucábamos <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> ellos. A pesar <strong>de</strong> esto, la aguda mirada <strong>de</strong>l observador nos<br />
<strong>de</strong>scubrió sin duda, pues poco <strong>de</strong>spués sonaron arriba, separados por intervalos breves, los toques largos,<br />
sordos, <strong>de</strong> una sirena. Se parecían a las llamadas <strong>de</strong> un ser <strong>de</strong> fábula que flotase <strong>de</strong>spiadado sobre un<br />
<strong>de</strong>sierto.<br />
Al poco tiempo una batería pareció haber captado las señales. Proyectiles <strong>de</strong> grueso calibre y <strong>de</strong> tiro<br />
rasante fueron acercándose uno tras otro con un zumbido; su violencia era increíble. Nosotros estábamos<br />
encogidos en nuestros refugios sin hacer nada; <strong>de</strong> vez en cuando encendíamos un cigarrillo y enseguida lo<br />
tirábamos, mientras esperábamos quedar sepultados en cualquier instante. Un gran casco <strong>de</strong> metralla le<br />
<strong>de</strong>sgarró a Schmidt la manga <strong>de</strong> su guerrera.<br />
Al tercer disparo, un proyectil monstruoso que explotó en el agujero vecino al nuestro sepultó a su<br />
morador. Lo <strong>de</strong>senterramos enseguida, pero la presión <strong>de</strong> las masas <strong>de</strong> tierra lo había extenuado hasta la<br />
muerte; tenía <strong>de</strong>macrado el rostro, que parecía una calavera. Era el cabo Simon. Un hombre<br />
escarmentado, pues durante aquel día, si alguien se movía a <strong>de</strong>scubierto mientras los aviones nos<br />
espiaban, sentíamos su voz conminadora y veíamos su puño, que salía amenazante por un orificio <strong>de</strong> la<br />
lona <strong>de</strong> tienda <strong>de</strong> campaña que tapaba su madriguera.<br />
A las tres <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> llegaron mis centinelas apostados en el ala izquierda y me dijeron que les<br />
resultaba imposible continuar allí; los proyectiles habían arrasado sus pozos. Me fue preciso recurrir a<br />
toda la fuerza <strong>de</strong> mi autoridad para enviarlos otra vez a su sitio. Claro que yo me encontraba en el lugar<br />
más peligroso <strong>de</strong> todos y allí es don<strong>de</strong> se goza <strong>de</strong> máxima autoridad.<br />
Poco antes <strong>de</strong> las diez <strong>de</strong> la noche cayó sobre el ala izquierda <strong>de</strong> nuestro regimiento una tromba <strong>de</strong><br />
fuego; veinte minutos <strong>de</strong>spués se <strong>de</strong>splazó hacia don<strong>de</strong> estábamos nosotros. Pronto estuvimos<br />
completamente envueltos en humo y polvo, pero los más <strong>de</strong> los proyectiles caían o bien <strong>de</strong>lante o bien<br />
<strong>de</strong>trás <strong>de</strong> la trinchera, por dar tal nombre a la <strong>de</strong>presión <strong>de</strong>l terreno en que nos encontrábamos, sobre la<br />
cual parecía haber pasado una apisonadora. Mientras rugía a nuestro alre<strong>de</strong>dor aquel huracán, recorrí la<br />
zona <strong>de</strong>fendida por mi sección. Los hombres habían calado las bayonetas; inmóviles como piedras, el<br />
fusil en la mano, estaban <strong>de</strong> pie junto a la pendiente <strong>de</strong>lantera <strong>de</strong>l camino en hondonada y miraban<br />
fijamente el terreno que tenían <strong>de</strong>lante. De vez en cuando, si brillaba una bengala <strong>de</strong> iluminación, veía yo<br />
un casco <strong>de</strong> <strong>acero</strong> al lado <strong>de</strong> otro casco <strong>de</strong> <strong>acero</strong>, un machete al lado <strong>de</strong> otro machete. Aquello me<br />
infundió un sentimiento <strong>de</strong> invulnerabilidad. Podíamos ser aplastados, pero no vencidos.<br />
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