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Tempestades de acero

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Ernst Jünger <strong>Tempesta<strong>de</strong>s</strong> <strong>de</strong> <strong>acero</strong><br />

máquina <strong>de</strong> coser y un cochecito <strong>de</strong> niño. En las pare<strong>de</strong>s colgaban cuadros y espejos rotos. En el suelo<br />

había, en un <strong>de</strong>sor<strong>de</strong>nado montón <strong>de</strong> un metro <strong>de</strong> altura, cajones sacados <strong>de</strong> sus sitios, ropa interior,<br />

sujetadores, libros, periódicos, mesillas <strong>de</strong> noche, trozos <strong>de</strong> vajilla, botellas, cua<strong>de</strong>rnos <strong>de</strong> música, patas<br />

<strong>de</strong> silla, chaquetas, abrigos, lámparas, visillos, contraventanas, puertas arrancadas <strong>de</strong> sus goznes, lencería,<br />

fotografías, pinturas al óleo, álbumes, cajas aplastadas, sombreros <strong>de</strong> señora, macetas y alfombras. Todo<br />

ello formaba un revoltijo inextricable.<br />

A través <strong>de</strong> los astillados postigos <strong>de</strong> las ventanas se veía el cuadrilátero, arado y removido por las<br />

granadas, <strong>de</strong> una plaza <strong>de</strong>vastada; estaba cubierta por las ramas <strong>de</strong>sgajadas <strong>de</strong> unos tilos. El incesante<br />

fuego <strong>de</strong> la artillería, que como un mar agitado bramaba alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> aquel lugar, ensombrecía aún más<br />

aquella mezcolanza <strong>de</strong> impresiones. De vez en cuando la explosión gigantesca <strong>de</strong> una granada <strong>de</strong>l calibre<br />

380 tapaba con sus rugidos todos los <strong>de</strong>más ruidos. Nubes <strong>de</strong> cascos <strong>de</strong> metralla atravesaban Combles<br />

barriéndolo, chocaban contra las ramas <strong>de</strong> los árboles o iban a caer en los tejados que aún resistían;<br />

entonces rodaban con estrépito sus lajas <strong>de</strong> pizarra.<br />

Durante la tar<strong>de</strong> el fuego adquirió tal intensidad que la única sensación que se tenía era la <strong>de</strong> un solo<br />

estruendo monstruoso en el que quedaba engullido el resto <strong>de</strong> los ruidos aislados. A partir <strong>de</strong> las siete la<br />

plaza y los edificios que la ro<strong>de</strong>aban fueron bombar<strong>de</strong>ados, a intervalos <strong>de</strong> medio minuto, con granadas<br />

<strong>de</strong>l calibre 150. Muchas <strong>de</strong> éstas no estallaban, pero sus golpes secos, molestos, sacudían hasta sus<br />

cimientos la casa en que nos encontrábamos. Durante todo aquel tiempo permanecimos <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong>l sótano,<br />

sentados alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> una mesa en sillones tapizados <strong>de</strong> seda; apoyábamos la cabeza en las manos y<br />

contábamos el tiempo que separaba una explosión <strong>de</strong> otra. Las bromas se fueron haciendo cada vez más<br />

raras y al final incluso el más osado enmu<strong>de</strong>ció. A las ocho, tras ser alcanzada <strong>de</strong> lleno por dos<br />

proyectiles, se <strong>de</strong>rrumbó la casa <strong>de</strong> al lado; su caída levantó una enorme nube <strong>de</strong> polvo.<br />

Entre las nueve y las diez <strong>de</strong> la noche el fuego alcanzó una virulencia <strong>de</strong>mencial. La tierra temblaba, el<br />

cielo parecía una inmensa cal<strong>de</strong>ra en ebullición. Alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> Combles, y <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> Combles mismo,<br />

tronaban centenares <strong>de</strong> baterías <strong>de</strong> grueso calibre; por encima <strong>de</strong> nosotros se cruzaban, aullando y<br />

bufando, innumerables granadas. Todo estaba envuelto en un humo espeso, que las bengalas <strong>de</strong> colores<br />

iluminaban con un resplandor siniestro. Sentíamos en los oídos y en la cabeza violentos dolores; por ello,<br />

la única forma <strong>de</strong> enten<strong>de</strong>rnos consistía en aullar palabras, que se quedaban cortadas. La capacidad <strong>de</strong><br />

pensar lógicamente y el sentimiento <strong>de</strong> la gravedad parecían anulados. Se tenía la sensación <strong>de</strong> algo<br />

ineluctable, <strong>de</strong> algo incondicionalmente necesario, como si nos enfrentásemos a una erupción <strong>de</strong> las<br />

fuerzas elementales. Un suboficial <strong>de</strong> la tercera sección sufrió un ataque <strong>de</strong> locura.<br />

Sobre las diez comenzó poco a poco a hacerse la calma en aquel infernal aquelarre; lo único que<br />

permaneció fue un fuego <strong>de</strong> tambor, en el que, <strong>de</strong> todos modos, tampoco era posible distinguir por<br />

separado cada uno <strong>de</strong> los disparos.<br />

A las once llegó un enlace; traía or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> conducir nuestros pelotones a la plaza <strong>de</strong> la iglesia. A<br />

continuación nos reunimos con las otras dos secciones y partimos hacia la posición. Para llevar el rancho<br />

a la primera línea se había constituido aparte una cuarta sección al mando <strong>de</strong>l alférez Sievers. Mientras se<br />

oían llamadas urgentes y nos concentrábamos en aquel peligroso lugar, los hombres <strong>de</strong> esta cuarta sección<br />

nos ro<strong>de</strong>aron y nos cargaron <strong>de</strong> pan, tabaco y carne en latas. Sievers me obligó a coger una cazuela llena<br />

<strong>de</strong> mantequilla, me <strong>de</strong>spidió con un apretón <strong>de</strong> manos y nos <strong>de</strong>seó mucha suerte.<br />

Luego nos pusimos en marcha en columna <strong>de</strong> a uno. A todos los soldados se les había or<strong>de</strong>nado que,<br />

pasara lo que pasase, siguiesen al hombre que los precedía. Ya en la salida misma <strong>de</strong>l pueblo se dio<br />

cuenta nuestro guía <strong>de</strong> que se había extraviado. En medio <strong>de</strong> un intenso fuego <strong>de</strong> shrapnels nos vimos<br />

obligados a dar media vuelta. Luego fuimos caminando a campo traviesa, casi a la carrera; nos guiábamos<br />

por una cinta blanca que habían colocado en el suelo como hilo conductor y que los proyectiles habían<br />

partido en pedazos minúsculos. A menudo, cuando el guía se <strong>de</strong>sorientaba, teníamos que <strong>de</strong>tenernos en<br />

los sitios peores. A<strong>de</strong>más, con el fin <strong>de</strong> mantener el contacto, estaba prohibido tirarse al suelo.<br />

Pese a ello, la primera y la segunda sección <strong>de</strong>saparecieron <strong>de</strong> repente.<br />

—¡A<strong>de</strong>lante!<br />

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