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<strong>Los</strong> toros josefinos<br />
retrato de Felipe II que pintara Pantoja de la Cruz ante el que, en silencio y con las<br />
manos atrás, estuvo unos minutos contemplándolo ensimismado, totalmente abstraído<br />
y admirado; de pronto, bruscamente, como despertando de un sueño, dio media<br />
vuelta y desapareció volviendo a Chamartín. ¿Qué extraños pensamientos le sugeriría<br />
aquella magnífica efigie, serena y señorial de un rey católico, hijo de emperador,<br />
que heredó el poder sobre más de medio mundo dos siglos y medio antes...?<br />
Después de unos días de reorganización del gobierno del país, salió para expulsar<br />
a los ingleses que estaban en Valladolid al mando del general Sir John Moore<br />
Advertidos éstos, se retiran a La Coruña para embarcar, en una de esas operaciones<br />
marineras típicamente inglesas, de vuelta a casa; el general Moore murió<br />
en la retirada y enterrado está en la capital gallega. Estando en Astorga recibe el<br />
Sire malas noticias de Austria donde la guerra está tomando muy mal cariz. Por<br />
culpa de esta odiosa España, Napoleón está desatendiendo a Europa y su ausencia<br />
del escenario de la guerra se está dejando notar. Tiene que marcharse de<br />
España lo que llevará acabo el 17 de enero. Pero antes de que el águila imperial<br />
se vaya a volar por otros cielos, nos detendremos aquí con ella para atender a un<br />
curioso relato.<br />
Hay una vieja historia, quizá una leyenda, que honra y humaniza la figura tan<br />
estereotipada, tan deshumanizada, de Napoleón. Y tanto así lo consigue que nos<br />
parece inverosímil si no fuera porque está basada en unos diarios debidos a la pluma<br />
de la religiosa que fue su protagonista; una abadesa que por primera vez en su vida<br />
tomaba café, en un día de Navidad... y con un emperador. Es una historia muy sencilla<br />
y entrañable, como un cuento navideño inventado para leerlo al calor del fuego<br />
de una chimenea, en una cruda noche de invierno.<br />
Todo transcurre en un pequeño pueblecito de apenas sesenta casas y poco más de<br />
un ciento de habitantes llamado Torrecilla de la Abadesa, dependiente del partido de<br />
la histórica villa de Tordesillas en la provincia de Valladolid. Da la impresión de que<br />
quien le pusiera nombre a la aldea hubiera albergado el presentimiento de esta conmovedora<br />
historia. Allí, desde tiempo inmemorial, una comunidad de monjas clarisas<br />
dedican su vida contemplativa a la oración en el convento de Santa Clara donde<br />
reciben de sus devotos aldeanos los diezmos y primicias que la dura tierra les da<br />
para su sustento. En régimen de abadengo, toda la vida de la aldea gira en torno al<br />
convento bajo la sombra del campanile de su pequeña torre de San Vicente; que la<br />
abadesa, bajo la autoridad mitral del obispo de Palencia, siempre fue a través de los<br />
siglos, en paz y en guerra, la regidora de aquel contorno y hasta, desde el siglo XVI,<br />
potestad tiene para elegir cura párroco.<br />
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