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18<br />

Enrique Asín Cormán<br />

Posiblemente no haya mayor resumen, mejor y más breve manera de plasmar en<br />

un puñado de líneas el porqué de una situación tan dramática, tan trágica, tan espeluznante<br />

y heroica como la que le tocó vivir a España en la Guerra de la<br />

Independencia; una guerra de casi siete largos años, más sus tensos preludios diversos,<br />

-toda una eternidad para un país como el nuestro-, que quizá no halle, entre<br />

tanto y tanto como de ella se ha dicho y escrito, una síntesis más crítica, aguda, llana<br />

y feliz -a su vez todo un análisis-, que la que don Luis de Santorcaz hace en este<br />

denso y monolítico parlamento con que se inicia el capítulo XIX del “Bailén” de los<br />

Episodios Nacionales de don Benito Pérez Galdós.<br />

El laureado novelista, en este ficticio personaje de Santorcaz -un hombre pintado<br />

con cierta veladura de misterio, conocedor de Napoleón, ex-combatiente de sus ejércitos<br />

y copartícipe de sus imperiales victorias, con quien batalló por Europa llegando<br />

a batirse en esa maravilla del arte de la guerra que fue Austerlitz- pone la voz del<br />

pueblo español, quejumbrosa y somarda, alzada contra el invasor. Este Santorcaz tan<br />

guerreado, que comprende perfectamente las nuevas ideas de la Revolución, entiende<br />

que algo tiene que empezar a cambiar en esta tierra de Dios, aunque él esté con el<br />

pueblo levantado, hombro con hombro, y con su ejército tan peculiar; a pesar de su<br />

sublime admiración por el genio militar del corso Emperador. De su mano, de la guía<br />

conductora de este cicerone personaje de Galdós, nos lleva el autor a sentir el retumbar<br />

de la artillería, el silbido de los obuses y a morder el polvo del combate en el centro<br />

mismo de la batalla como la de Bailén, tan excepcional y asombrosa, que marca<br />

un hito definitivo, simbólico y real, en los bélicos anales de la historia del mundo.<br />

Por vez primera los invictos ejércitos de Napoleón son derrotados; el águila imperial<br />

quiebra su vuelo “tocada de ala”, esparciendo sus plumas descañonadas por la<br />

llanura de un campo de batalla, por vez primera, quedando maltrecha en su encarnadura,<br />

en su honor y en su prestigio de imbatible gloria. Por vez primera, rabia el<br />

Emperador de ira y vergüenza porque sus ejércitos ya no son invencibles, y a su<br />

recién nombrado Conde del Imperio, el mariscal Dupont, lo llena de oprobio porque<br />

nunca ha habido nadie tan estúpido, tan inepto y tan cobarde y le envía refuerzos<br />

bajo el bastón del “más valiente entre los valientes”, el también mariscal Michel<br />

Ney. Y por vengar personalmente la afrenta toma el mando de su Grande Armée y<br />

al frente de sus 250.<strong>00</strong>0 soldados pisa Napoleón por vez primera, suelo español -Il<br />

faut que j´y sois-, dando con ello a nuestro ejército una importancia suma que hace<br />

siglos que no tiene.<br />

La esperanza española alumbrada ilusoriamente por la victoria de Bailén, alimentada<br />

por la creencia vana en un Napoleón ya vencido -él también creyó que lo de<br />

España era un “coser y cantar”, un desdén de paseo militar-, dura lo que un cabo de

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