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34<br />

Enrique Asín Cormán<br />

sar estudios de Derecho con el maestro Lampredi de Pisa, obteniendo en un año el<br />

título y doctorado en Derecho Civil y en Canónico. La obtención del cargo de abogado<br />

del Consejo Superior de Córcega sería el importante paso inmediato en una<br />

carrera jurídica que prometía ser meteórica y brillante para, con el estallido de la<br />

Revolución Francesa, pasar como Comisario de Guerra a Marsella con toda la<br />

parentela a cuestas. En la portuaria ciudad, como consecuencia de su boda con<br />

Julia Clary, hija de un próspero comerciante, se dedicó a los negocios y a la asesoría<br />

hasta que su hermano Napoleón, un año menor que él, que ya había trepado<br />

por la escala del generalato del ejército italiano, lo convirtió en ministro plenipotenciario<br />

del gobierno del Directorio de Parma y más tarde embajador de Francia<br />

en Roma. A la eclosión del Imperio se alzó José Bonaparte como Gran Elector, y<br />

cuando en 1805 la campaña obligó a Napoleón a marchar de París, fue José quien<br />

rigió los destinos del Gobierno con tal tino, que se le reconoció capacitado para el<br />

mando supremo del ejército que marcharía sobre Nápoles apoderándose de aquella<br />

hermosa tierra, otrora perteneciente a la Corona de Aragón, de cuya conquista<br />

salió designado como su rey.<br />

En Nápoles aprendió José Bonaparte, rápidamente, la lección primera del arte de<br />

gobernar que antepone a todas las demás cosas el pueblo soberano, haciéndose querer<br />

de él, acercándose a él y pensando, por adelantado, como él. Pronto los napolitanos<br />

le dieron su afecto que supo ganarse con astucia y ojo clínico, con mucha<br />

mano izquierda y no poca demagogia, en acciones eminentemente populares y no<br />

menos populacheras que tanto gustaban al pueblo llano; a las medidas políticas<br />

acertadas y muy efectistas por contraste con el rígido gobierno borbónico anterior,<br />

supo ponerles el adobo y las especias del pueblo tocando con gracia su fibra sensible,<br />

sus devociones, sus gustos y tradiciones. El pueblo de Nápoles adoró a su “re<br />

Giusseppe” -bajo cuyo reinado conoció un estado de bienestar nunca alcanzado<br />

antes- hasta tal punto que, cuando en 1808 supo que se le había nombrado rey de<br />

España con orden de incorporación inmediata, hasta revueltas hubo intentando<br />

impedir su salida de aquel plácido y próspero reino que quedaba así abandonado,<br />

dejado de la mano de Dios.<br />

Y esta misma política quiso aplicar José I en España, “saliéndole la nuez cucona<br />

y el tiro por la culata”, sin que ni siquiera la siempre bien recibida medida de rebajar<br />

los impuestos surtiera el deseado efecto capaz de borrar lo intruso de su remoquete,<br />

de lavar su imagen apreciando su prestigio y de hacer florecer en algo la<br />

popular estimación. Todo lo intentó para popularizarse, desde los paseos a pie, a<br />

caballo y en coche descubierto por los sitios más concurridos de Madrid, a la asistencia<br />

a misas, rosarios, letanías y sermones, sin olvidar el teatro y los toros -objeto<br />

de este nuestro trabajo-, hasta llegar a hacer de la paella -que le repugnaba y le

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