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138<br />

Enrique Asín Cormán<br />

evoluciones de los jinetes por la pradera, las detenciones de los piqueros y los<br />

dominguillos volando a cornadas. A los consejos de no aproximarse tanto al teatro<br />

de las operaciones, no sólo por su propia seguridad, que preocupaba, sino por no<br />

entorpecer con su presencia las labores de tienta distrayendo la fijación del ganado,<br />

de su negativa sólo se consiguió apartarle un poco tras de un carrizal espeso,<br />

junto a un árbol, en una breve elevación del terreno que formaba un suave otero.<br />

Viendo el rey que todos los caballistas llevaban su correspondiente garrocha, su<br />

vara de detener, pidió él una para sí e instrucciones de su manejo; se la dieron y le<br />

indicaron cómo agarrarla y “echar el palo”. Feliz como un niño con zapatos nuevos<br />

y con su garrocha en ristre, no perdía ripio de cuanto en la cercana dehesa<br />

sucedía conteniendo sus deseos de intervenir en aquel “fácil” juego de acoso y<br />

derribo; los presentes, viéndole tan animoso, recelaban de él alguna imprudencia<br />

que hubiera que lamentar. Moratín sonreía, ladino, satisfecho de su campera organización<br />

de la que no dudaba obtener su particular provecho.<br />

De pronto, sin saber cómo ni cuando, ni de donde salió, apareció entre los carrizos<br />

un hermoso toro alto de agujas, bien puesto de cuerna y cuya capa colorada<br />

encendida delataba la pureza de la casta “jijona”, de que sin mezcla alguna procedía.<br />

No era, desde luego, por su edad, de las reses que se estaban tentando en la<br />

dehesa y debió probablemente escaparse de su apartado. Como una exhalación, se<br />

arrancó el burel contra el caballo de José I quien bruscamente giró la cabalgadura<br />

y, con una serenidad impropia de su persona y sí de la ignorancia, intentó<br />

aguantar la embestida con la vara de detener saliendo caballo y caballero por los<br />

aires en el embroque. Se cebó el toro con el caballo destrozando a cornadas al hermoso<br />

morcillo que coceaba cerca del abatido egregio jinete, maltrecho e indefenso,<br />

que yacía en el suelo mordiendo el polvo de la tierra a un metro de la fiera.<br />

<strong>Los</strong> gritos de terror avisaron a los garrochistas y cuando el toro iba a hacer por él,<br />

una oportuna vara se hundió en su morrillo, en las mismas agujas, descordándolo<br />

en el acto. El que sin saber cómo ni por donde había acudido tan a tiempo al quite,<br />

milagrosamente, demostrando su destreza en el arte de picar era un hombre, ya de<br />

edad madura, pero vigoroso y fuerte, que llevaba toda la mañana dirigiendo la<br />

tienta de la casa.<br />

Al ver rendido al toro a sus plantas y atendido por otras personas el jinete, hizo<br />

ademán de marcharse a seguir su faena con un giro de la brida y un arreo a su caballo.<br />

La voz del rey le detuvo y el ganadero le mandó descabalgar; incorporado el<br />

monarca, y aún no repuesto del susto, sacó de su bolsillo una onza de oro y ofreciéndosela<br />

le dijo: “Has salvado la vida de tu rey y quiero que veas que éste no es<br />

desagradecido.” El viejo mayoral, retirando la mano que instintivamente había tendido<br />

hacia el regalo, se encasquetó la montera que por respeto se había quitado y

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