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54<br />

Enrique Asín Cormán<br />

nos bien podían mirarse en el espejo español. Es el caso del reino de Nápoles, por<br />

ejemplo, de donde salió el rey José para venir a ceñir la corona de una nación compuesta<br />

de una chusma gobernada por un atajo de curas, al decir de Su Alteza<br />

Imperial y real el Emperador Napoleón, su hermano.<br />

Pero ¿con qué España se encontró José I cuando empezó a reinar ¿Qué veía el bien<br />

intencionado Bonaparte desde las ventanas del Palacio Real? ¿Qué choque visual y<br />

emocional turbó su ánimo?. Pues, al parecer, y pese a su buena voluntad, al igual que<br />

su imperial hermano subestimó las fuerzas espirituales y guerreras de la raza hispana,<br />

el nuevo rey pecó de optimismo pensando que con su talante ordenado y conciliador,<br />

agradable y simpático, enseguida se metería al pueblo español en su real bolsillo.<br />

Ambos se equivocaron y los dos fracasaron en sus respectivos intentos como, evidentemente,<br />

demostró el tiempo. El “paseo militar” de ocupación de Napoleón fue toda<br />

una gran guerra, y el reinado de Pepe Botellas fue para él un calvario; el de “invasor”<br />

y el de “intruso” fueron los nombres que el pueblo español grabó para ellos dos a sangre<br />

y fuego en su corazón y en su memoria. Porque si la recepción que el pueblo le hizo<br />

a José al entrar en Madrid, desde el momento mismo de pisar suelo español al pasar<br />

por ciudades, pueblos y aldeas estuvo dominada por la frialdad, el desdén, el desprecio<br />

y, por qué no, por el odio inmenso y el contenido deseo de venganza surgidos después<br />

del 2 de mayo, tiempo tendría de comprobar por sí mismo el verdadero talante de las<br />

gentes de España. Unas gentes diversas, muy distintas entre sí por mor de la geografía<br />

y lo precario de las comunicaciones, aisladas en sus ancestrales tradiciones y atávicas<br />

costumbres, curtidas por los vientos y los soles de cien climas diferentes, cetrinas y<br />

enjutas por las hambres seculares pero henchidos sus pechos todavía por las apergaminadas<br />

páginas de gloria del libro de su historia. Un libro que todavía tenía páginas<br />

en blanco, listo para ser escrito en ellas uno de los capítulos más gloriosos y brillantes<br />

iluminado con el rojo minio, muy caliente, de la sangre española y ahumado con el<br />

negro hollín francés de la imperial artillería. Y en ese libro Don José I iba a salir muy<br />

mal parado -incluso injustamente mal parado-, algo que enseguida intuyó, que pronto<br />

aprendió y que más tarde lamentó no sin gran decepción profesional, confirmando su<br />

primera visión pesimista de que “con esta gente española no hay nada que hacer” y<br />

de que la campaña de España sería el principio del fin del Imperio.<br />

El rey intruso tuvo tiempo más que suficiente para saber de qué pie cojeaban sus<br />

súbditos y notar sus diferencias raciales, idiomáticas, sus variopintas culturas y sus<br />

gustos populares en los grandes desplazamientos provinciales forzados por la guerra<br />

y en sus habituales paseos por Madrid acompañado por sus ayudantes edecanes, sus<br />

ministros, gentilhombres y cortesanos. Gustaba el rey francés de dar frecuentes giras<br />

por toda la ciudad y sus alrededores, en un afán desmedido por acercarse al pueblo<br />

que le obsequiaba con las más inicuas maldades de su ingenio en dicharachos infa-

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