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<strong>Los</strong> toros josefinos<br />

dinaria en los días feriados con motivo de las fiestas locales, patronales o gremiales<br />

y siempre, o casi siempre, con permiso oficial.<br />

En la Corte eran muchos los días festeros que se celebraban con bailes, verbenas y<br />

romerías al aire libre cuando el tiempo o el calendario lo permitían. Desde el mismo<br />

día 1 de enero, fiesta de los Manolos, hasta la noche de San Silvestre, en que se echaban<br />

los años y los estrechos coincidiendo con la Nochevieja, el año estaba bien surtido<br />

de fechas señaladas en que echarse a la calle, al monte o al prado a lucir el cuerpo<br />

serrano y a olvidar las estrecheces del hambre y las penurias de la guerra: los<br />

panecillos del santo por San Antón con los paseos de mulas, caballos y burros por<br />

las calles de Hortaleza y Fuencarral en busca de su ración de cebada bendita; los tres<br />

días de careta por Carnaval, con comparsas de tuna, música, bailes y embromamientos<br />

con libertad de lengua, jaleo y locura en unas auténticas bacanales modernas;<br />

las máscaras del Miércoles de Ceniza y el posterior entierro de la sardina; la<br />

romería a la ermita de San Isidro el 15 de mayo; el magnífico y ostentoso desfile de<br />

coches y carrozas del día del Corpus, después de la solemne procesión religiosa, en<br />

que se inauguraba oficialmente el verano y sus modas, parisinas naturalmente, llegando<br />

ese día a costar un clavel la módica cantidad de 20 reales; la inmediata inauguración<br />

de las verbenas -de San Antonio, de San Juan y San Pedro, de las calles de<br />

Alcalá, de Santiago, de Embajadores y San Cayetano, de la Paloma, de la Virgen del<br />

Puerto-, las ferias septembrinas, los días de difuntos convertidos en verdaderos festines<br />

de buñuelos, y el famosísimo día de San Eugenio, 15 de noviembre, en que,<br />

abierto el monte de El Pardo con libertad de coger y comer cuantas bellotas se quisiera<br />

-era un favor real tradicional y benéfico-, el pueblo usaba y abusaba ampliamente<br />

de ese consuetudinario derecho arramblando con cuantos castañáceos frutos<br />

podía, en una especie de vengativa cobranza indirecta por los impuestos y otras reales<br />

cargas que había de soportar. Y siempre, tradicionalmente, los buñuelos, las rosquillas,<br />

los aguardientes y las limonadas componían la popular gastronomía de aquellas<br />

jornadas festivas que terminaban, invariablemente, con un baile.<br />

Es digna de estudio la desmedida afición de aquella gente de la época goyesca<br />

por el baile, en todas sus manifestaciones y variedades, del uno al otro confín de<br />

España. Tal era la obsesión de todas las clases sociales por el baile que durante el<br />

reinado de Carlos III se habían dado por este prudente monarca cazador las necesarias<br />

normas para que se reprimiese la danzarina pasión nacional, viéndose obligado<br />

a volver a permitirlo en 1785 en evitación de mayores males. Se bailaba desenfrenadamente<br />

en todas partes, desde el más encopetado salón aristocrático de la<br />

nobleza -la contradanza, el minué, el “amable” de Bretaña- hasta la más maloliente<br />

taberna, o en la santísima calle. Y, al parecer, esto no acababan de entenderlo<br />

bien los gabachos ni otros visitantes asténicos de cuerpo y alma con menguado<br />

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