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220<br />

Enrique Asín Cormán<br />

Hay en casi todas ellas -las que tratan de España, naturalmente- una visión superficial<br />

de nuestra nación adobada con unos tópicos constantes sobre la suciedad<br />

ambiental, el atraso técnico, los patios típicos -a los que se tacha de “ridículos”-, la<br />

odiosa Inquisición y “la dosis de bravura casi obligatoria en las corridas de toros”.<br />

<strong>Los</strong> militares franceses, aunque critiquen las corridas, no escaparon a la impresión<br />

de los toros; sin embargo de más de cien espléndidas Memorias completas consultadas<br />

por Maureu con este exclusivo fin, sólo una veintena de ellas dedica a esta<br />

diversión española unas pocas páginas útiles, de las que tenemos que valernos resignadamente.<br />

Hemos de darnos cuenta que estos memorialistas vinieron a España de<br />

conquistadores, a hacer la guerra, no a divertirse y que nuestro tema no les servía<br />

para su propia gloria militar personal ni nacional.<br />

Soult, sabemos que “pajareó” suficientemente por Andalucía divirtiéndose de lo<br />

lindo en aquel su artificioso virreynato; Jorge, intentaba “secuestrar” toreros para su<br />

propio deleite y vanidad; Suchet, sin embargo, sólo escribió tratados de cómo tomar<br />

plazas fuertes; Macdonald sólo estuvo por muy poco tiempo en Cataluña; Marmont<br />

llegó tarde a los toros -ya no se daban corridas cuando él llegó- y Thiébault, gobernador<br />

que fue de Burgos y de Salamanca, no dice nada al respecto; igualmente<br />

Lejeune que anduvo por Cádiz, Hugo o Bonillé. Reíset, empero, dedicó dos capítulos<br />

de sus memorias al baile español, a las representaciones teatrales y a la vestimenta<br />

variada y rica de los españoles, sin decir ni una sola palabra de las corridas<br />

de toros a las que, desde luego, asistió<br />

Y por otro lado, los soldados y demás clases de tropa, víctimas de todas las miserias<br />

-a las que dedicaron cartas y mensajes, en especial los suizos y otros soldados<br />

extranjeros mercenarios de Napoleón- acantonados en pueblos aislados, condenados<br />

a perseguir guerrilleros inalcanzables, no tenían asueto ni oportunidad alguna -<br />

ni ganas- de aplaudir en las escasas fiestas taurinas que realmente se dieron; acaso<br />

los de las guarniciones de Madrid, Sevilla, etc...; sus anhelos e inquietudes se limitaban<br />

al estrecho horizonte de las escaramuzas cotidianas y a la busca de algo -<br />

muchas veces inexistente- que llevarse a la boca. “Es el caso -dice Maureau- de<br />

Lavaux, de Rocca, de Rattier, de Marcel, de Castillou, de d´Angebault, de Desboef,<br />

de Lauthonnye, de Fleuret, de Sprünglin...” Para éstos “toro” significaba comida y,<br />

aunque dejaron memorias, no conocieron las taurinas fiestas españolas; pero sí<br />

practicaron el “acoso y derribo” a la caza de carne fresca.<br />

Hay unas noticias tempranas, de 1808, cuando los hermanos Laurillard-Fallot,<br />

amigos directos de la duquesa de Abrantes, se lamentan muy enérgicamente de que,<br />

como las fiestas de toros están prohibidas por Godoy desde 1805, los toreros “se<br />

ejercitan sobre los militares franceses”. Esta circunstancia cierta y la actuación de

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