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Enrique Asín Cormán<br />
Hay en casi todas ellas -las que tratan de España, naturalmente- una visión superficial<br />
de nuestra nación adobada con unos tópicos constantes sobre la suciedad<br />
ambiental, el atraso técnico, los patios típicos -a los que se tacha de “ridículos”-, la<br />
odiosa Inquisición y “la dosis de bravura casi obligatoria en las corridas de toros”.<br />
<strong>Los</strong> militares franceses, aunque critiquen las corridas, no escaparon a la impresión<br />
de los toros; sin embargo de más de cien espléndidas Memorias completas consultadas<br />
por Maureu con este exclusivo fin, sólo una veintena de ellas dedica a esta<br />
diversión española unas pocas páginas útiles, de las que tenemos que valernos resignadamente.<br />
Hemos de darnos cuenta que estos memorialistas vinieron a España de<br />
conquistadores, a hacer la guerra, no a divertirse y que nuestro tema no les servía<br />
para su propia gloria militar personal ni nacional.<br />
Soult, sabemos que “pajareó” suficientemente por Andalucía divirtiéndose de lo<br />
lindo en aquel su artificioso virreynato; Jorge, intentaba “secuestrar” toreros para su<br />
propio deleite y vanidad; Suchet, sin embargo, sólo escribió tratados de cómo tomar<br />
plazas fuertes; Macdonald sólo estuvo por muy poco tiempo en Cataluña; Marmont<br />
llegó tarde a los toros -ya no se daban corridas cuando él llegó- y Thiébault, gobernador<br />
que fue de Burgos y de Salamanca, no dice nada al respecto; igualmente<br />
Lejeune que anduvo por Cádiz, Hugo o Bonillé. Reíset, empero, dedicó dos capítulos<br />
de sus memorias al baile español, a las representaciones teatrales y a la vestimenta<br />
variada y rica de los españoles, sin decir ni una sola palabra de las corridas<br />
de toros a las que, desde luego, asistió<br />
Y por otro lado, los soldados y demás clases de tropa, víctimas de todas las miserias<br />
-a las que dedicaron cartas y mensajes, en especial los suizos y otros soldados<br />
extranjeros mercenarios de Napoleón- acantonados en pueblos aislados, condenados<br />
a perseguir guerrilleros inalcanzables, no tenían asueto ni oportunidad alguna -<br />
ni ganas- de aplaudir en las escasas fiestas taurinas que realmente se dieron; acaso<br />
los de las guarniciones de Madrid, Sevilla, etc...; sus anhelos e inquietudes se limitaban<br />
al estrecho horizonte de las escaramuzas cotidianas y a la busca de algo -<br />
muchas veces inexistente- que llevarse a la boca. “Es el caso -dice Maureau- de<br />
Lavaux, de Rocca, de Rattier, de Marcel, de Castillou, de d´Angebault, de Desboef,<br />
de Lauthonnye, de Fleuret, de Sprünglin...” Para éstos “toro” significaba comida y,<br />
aunque dejaron memorias, no conocieron las taurinas fiestas españolas; pero sí<br />
practicaron el “acoso y derribo” a la caza de carne fresca.<br />
Hay unas noticias tempranas, de 1808, cuando los hermanos Laurillard-Fallot,<br />
amigos directos de la duquesa de Abrantes, se lamentan muy enérgicamente de que,<br />
como las fiestas de toros están prohibidas por Godoy desde 1805, los toreros “se<br />
ejercitan sobre los militares franceses”. Esta circunstancia cierta y la actuación de