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40<br />

Enrique Asín Cormán<br />

muchacho está hecho de granito pero con un volcán dentro”, al decir de uno de sus<br />

instructores- acariciándola con fruición exclamó: “Sólo su empuñadura pertenece a<br />

Francia; el filo es mío”.<br />

Es, sin duda, esta su obsesión antibritánica una de las más poderosas razones político-militares,<br />

si no la más, para la invasión y guerra de España. La crisis dinástica<br />

y el estado de cosas en la monarquía española, cuyos reyes vieron en el Emperador<br />

al árbitro supremo de sus intestinas desavenencias y ambiciones, públicas y notorias,<br />

que el astuto Napoleón -“Yo sé cuándo hace falta quitarse la piel de león para<br />

adoptar la de zorro”, dijo a propósito una vez en Finkenstein- aprovechó haciendo<br />

extensivo su arbitraje de la familia real a todo el reino español que, naturalmente,<br />

incluía las colonias y posesiones americanas, fue otra importante razón, nada desdeñable,<br />

para intervenir en España. Y no hay que olvidar otra, no menos poderosa,<br />

cual era, al decir del historiador Martínez de Velasco, la de “el temor a cualquier<br />

rama dinástica de los Borbones, pues podría convertirse en un potencial catalizador<br />

de la oposición legitimista y, por tanto, un factor desestabilizador para la nueva legitimidad<br />

de la cuarta dinastía napoleónica” (6).<br />

El trono español se sostenía a duras penas sobre un trípode divergente mal asentado<br />

en la discordia y la disensión, entre la ambición, la intriga, el secretismo y la<br />

“camarilla”. El triángulo formado por el rey, el príncipe de Asturias y Godoy sería<br />

la figura geométrica más apropiada para simbolizar la tensa y deteriorada situación.<br />

Carlos IV, considerado por sus súbditos como “bueno, débil y necio, doblegado y<br />

sumiso a una mala mujer”, a menudo enfermo y cansado, era un pelele en manos de<br />

la reina y se dejaba balancear dulcemente en los brazos del omnipresente y omnipotente<br />

Godoy, complacido, como un recién nacido. Carlos IV era un hombre blando,<br />

melancólico y desdichado, de una pobreza intelectual excesiva que no le permitió,<br />

a pesar de todos los esfuerzos de su vida por conseguirlo, arrancar ni un solo<br />

sonido medianamente afinado a su viejo violón. En una ocasión, hablando con su<br />

padre, le señaló la buena suerte que, desde el punto de vista conyugal, tenían los<br />

reyes. Carlos III le preguntó en qué basaba esta peregrina opinión. A lo cual contestó<br />

el bueno de Carlos IV que las mujeres de los reyes no podían cometer adulterio<br />

ya que no encontrarían hombres de su estirpe de quien enamorarse. Carlos III<br />

exclamó pensativamente: “¡Qué necio sois, hijo mío¡”.<br />

El valido, “admitido a la familiaridad de los dos reales esposos”, como él mismo<br />

reconoció en sus Memorias, temeroso de perder su poder, se dedicó a sembrar cizaña<br />

entre el rey y su hijo Fernando a quienes desunió y enfrentó inculcando en el<br />

bonachón Carlos IV la total desconfianza en el príncipe de Asturias. Del futuro<br />

Fernando VII decía Godoy al rey que era “un joven sin talento, sin instrucción, sin

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