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166<br />

Enrique Asín Cormán<br />

naderos, infantes y fusileros del águila imperial que cubrían el servicio de “ocupación”<br />

del coso taurino de la Puerta de Alcalá. Tan pronto la plaza abrió sus puertas dos<br />

horas antes del festejo, comenzó la gente a entrar, no sin tumulto a pesar del presunto<br />

orden a que obligaba el uso del billetaje; hubo incidentes, altercados y algaradas,<br />

soliviantado el público por la presencia francesa en puertas y callejones. Hubo broncas,<br />

golpes y algunas detenciones y encarcelamientos por causa de que muchos españoles<br />

con su billete en la mano no pudieron entrar a la plaza, por hallarse llena, mientras<br />

los soldados franceses entraban sin pagar; además del “overbooking” y a pesar de<br />

que 156 empleados, nada menos, atendían al público para acomodarlo, se armaron<br />

algunas zapatiestas por la lentitud del sistema del billetaje que resultó, como ya dijimos,<br />

contraproducente. Se produjeron muchas protestas y muy curiosa es una formulada<br />

por un eclesiástico en los siguientes términos: “Don Antonio Barragán, presbítero,<br />

a V. Ilma. con el devido respeto expone: que en el día 24 del corriente tomó dos<br />

billetes de sombra en el tendido, y uno de sol para ver la corrida de toros con un amigo<br />

y su criado, y haviendo llegado a la plaza, hallaron las puertas de la plaza cerradas y<br />

mucha gente con los billetes sin poder entrar, por estar llena, según decían...” y exige<br />

se le abonen las entradas o se le canjeen por otras para la próxima corrida; este cura<br />

tan “torero” se quedó sin ver los toros y con un par de narices.<br />

Llegada la hora fijada dio comienzo el tan ansiado festejo después de que Su<br />

Majestad el rey intruso ocupase su balcón y hubiera sido recibido al toque de pífanos<br />

y timbales de honor y saludado por una mezcolanza de vítores e improperios,<br />

entre los que podía oirse desde un ¡Viva el gggey! dicho con acento marsellés, hasta<br />

los ¡muera el francés! ¡abajo el intruso!; una silba impresionante mezclada con tímidos<br />

aplausos precedió el paseíllo de las cuadrillas detrás de un pequeño escuadrón<br />

francés a caballo que hizo el dificultoso despejo del ruedo abarrotado de gente. Tras<br />

los soldados, los alguaciles de golilla -a la filipina manera, tal como hoy- y los lidiadores,<br />

desfilaron los perreros, llevando los perros de presa, en dos traillas de seis alanos,<br />

que habían de ser soltados como feroz castigo a aquellos toros que fueran mansos<br />

y no entraran a los caballos; tras ellos un chulo con la infamante media luna para<br />

desjarretar a esos mansos y otros con las oprobiosas banderillas de fuego, y aun<br />

detrás, dos cacheteros. Finalmente, seguido de las mulillas y de los servidores del<br />

ruedo, salió el verdugo de la Villa montado en un burro que, emplazado en el centro<br />

del albero, leyó el pregón de “buen gobierno” con las advertencias pertinentes, amenazando<br />

al público “con severas penas a los que arrojaran piedras, palos, frutas y animales<br />

muertos a los lidiadores, blasfemasen, trabáranse con armas en alguna reyerta<br />

o contravinieren en forma alguna las órdenes del Corregidor que presidía la función”.<br />

Ya se había levantado la prohibición, o cuando menos era letra muerta, que promulgó<br />

el conde de Aranda y secundó Floridablanca -Aranda “inventó” los tres candiles<br />

de quita y pon en el tricornio a fin de que una o varias alas fueran practicables, y

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