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172<br />

Enrique Asín Cormán<br />

cios de la ciudad, se rodeó de lujo y magnificencia dando fiestas insólitas y recepciones<br />

suntuosas: “Más que un simple lugarteniente del emperador, parecía ser el rey de<br />

Andalucía. Jamás monarca alguno se rodeó de tanta majestad. Jamás una corte pareció<br />

más sumisa que la suya. Reinaba con altivez, y como el Júpiter de Homero, creaba<br />

el Olimpo con un movimiento de su cabeza”. Son palabras del comandante médico<br />

Fée que tuvo que sufrir las veleidades de su supremo jefe y que actuó como notario<br />

de muchas de las atrocidades y errores de su ejército. “No se conoce bien a esta<br />

nación; es un león que por las buenas se le guía con un cordón de seda; pero a la fuerza<br />

no se la conseguirá dominar ni con un millón de soldados...”, seguía lamentándose<br />

el siempre intruso, e ingenuo, rey José I en carta a su querida esposa Julia.<br />

Y entretanto, el 20 de junio llegaba por mar a Cádiz, sitiada ella, el joven duque<br />

de Orleáns, hijo de Felipe Igualdad, futuro rey Luis Felipe de Francia. Es la segunda<br />

vez que aparece este personaje en esta nuestra historia; la primera, recordémoslo,<br />

cuando fue a Londres a ofrecerse como “rey” de la América española. Venía<br />

ahora a Cádiz “a ofrecer sus servicios personales al ejército español”. Se le recibió<br />

con honores, se le atendió su oferta y se le contestó, cortesmente, que “en España<br />

es norma general excluir de los asuntos militares a todos los príncipes posibles”. No<br />

obstante la amable respuesta, el delfín francés insistió y fingió no entenderla hasta<br />

que fue obligado por la policía a abandonar España inmediatamente, lo que hizo el<br />

3 de octubre, al parecer “decepcionado y contento”. ¡No es lo de menos...!.<br />

En Valençay, Fernando VII no sólo se dedicaba a la molicie, que Tayllerand lograba<br />

disipar con sus infantiles divertimentos, sino que, atento a las victorias napoleónicas<br />

en Europa, felicitaba al emperador en escritos tan aduladores como indignantes<br />

y vergonzosos. Un día escribió, sin el menor rubor, a Berthemy: “Lo que ahora<br />

ocupa mi atención es para mí un objeto de mayor interés. Mi mayor deseo es ser<br />

hijo adoptivo de S. M. el Emperador nuestro soberano. Yo me creo merecedor de<br />

esta adopción, por mi amor y afecto a la sagrada persona de S. M., como por mi<br />

sumisión y entera obediencia a sus deseos”. Sin duda alguna, el cerebro del príncipe<br />

de Asturias bien pudiera haber sido objeto de estudio del célebre doctor alemán<br />

Franz Joseph Gall, que por aquel entonces revolucionaba la medicina con una pseudociencia<br />

neurológica basada en la relación entre la forma del cerebro humano y el<br />

comportamiento emocional y temperamental; a buen seguro esa “frenología” hubiera<br />

tenido mucho que decir del “deseado” monarca español. ¿Quién robaría muchos<br />

años después el cráneo de Goya de entre sus restos mortales...?.<br />

Napoleón, como el director de una gran compañía de marionetas, valoraba mucho<br />

la manejabilidad de sus títeres, y Fernando VII era uno de sus preferidos al que tenía<br />

de rehén, de comodín y de baza bajo la manga. A José I, que puestos en práctica los

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