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Enrique Asín Cormán<br />
por todo el mundo observada que, al paso de un entierro, había que detenerse,<br />
descubrirse y persignarse en señal de respeto; situación que se agravaba si lo que<br />
procesionaba era el Viático: entonces, además de esas piadosas acciones, había<br />
que hincarse de rodillas apeándose de las cabalgaduras y de los coches allí donde<br />
ocurriera, clavando los hinojos en el barro y posando los vuelos del vestido en<br />
los charcos. Cochero hubo que perdió su empleo por no saber desviar oportunamente<br />
el carruaje por otra calle al oír la campanilla anunciadora de la sagrada<br />
procesión del Viático.<br />
En verano, el calor y el estiaje reducían el aforo de las fuentes públicas y así las<br />
de la Castellana, Abroñigal alto y bajo, de la ermita de San Isidro, de la Teja, de<br />
Alcubilla y la del Berro -de la que bebían los reyes- que abastecían Madrid, no eran<br />
suficientes y los aguadores hacían su agosto pregonando su bien escaso líquido.<br />
Acudir a la fuente con el cántaro y la caña telescópica era diaria obligación y lugar<br />
común de las más típicas situaciones que el sainete y la zarzuela han plasmado con<br />
feliz gracejo y pimpante música durante un par de siglos. Y uno de estos sainetes<br />
titulado <strong>Los</strong> Baños del Manzanares, plasmaba cómicamente las escenas que en unas<br />
frágiles barracas, metidas en el agua del “aprendiz de río”, protagonizaban los ocasionales<br />
bañistas goyescos que no podían pagar los cuatro reales que costaba un<br />
pediluvio en la casa de baños de Lavapiés. Un coche de mulas -los caballos tardarían<br />
aún muchos años en sustituirlas- costaba cuatro reales por viaje urbano y treinta<br />
si se alquilaba por medio día; las calesas y calesines se reservaban para ir a los<br />
toros, de merienda o de romería, casi siempre utilizados por la retrechera manolería,<br />
racial y castiza, que aparentaba por su aspecto y desenfado una desocupación<br />
general y un estado de fiesta y jolgorio perpetuos.<br />
Bien es cierto que las crisis de abastecimientos, las hambrunas, la depresión<br />
económica y, a mayor abundamiento, la horrible guerra habían llenado las calles<br />
y plazas de desocupados, cesantes, mendigos, truhanes y vividores de la limosna<br />
y la caridad ajena en una abigarrada fauna urbana de lamentable estampa. Porque<br />
también había en el revuelto río de la miseria la ganancia de los desaprensivos<br />
pescadores de un, todavía no inventado, trágico estraperlo. Carlos Rojas pone en<br />
boca de su “Yo, Goya” unas magistrales descripciones de aquellas penurias nacionales<br />
escenificadas en la Corte.<br />
Para deleite de especuladores, interceptaron los guerrilleros diez mil quintales<br />
de trigo camino de la Corte. Prendieron fuego al transporte, se llevaron<br />
las monturas y degollaron a los jinetes de la escolta. Subió la fanega de<br />
candeal a quinientos reales y la doble libreta a catorce. Para pagarse el pan,<br />
arruinaban su hacienda los más poderosos. Mientras en la calle Mayor o