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24<br />
Enrique Asín Cormán<br />
Al día siguiente, accediendo a los consejos de Colonna de dejarse ver congraciándose<br />
con los lugareños de villas y ciudades, salió a cabalgar, casi sin escolta<br />
por el Espolón y a orillas del río. Nadie, ni un alma encontró a su paso y los<br />
que encontraba se ocultaban deprisa y corriendo en el primer portal o detrás de<br />
un árbol. Quizá ya todos sabían, a la velocidad polvórea del correr de las noticias,<br />
lo del saqueo de Rioseco, y lo exteriorizaban aumentando su actitud de hostilidad<br />
y vacío. Aprovechó el rey intruso para cruzar el río y tranquilizar su espíritu<br />
en una visita turística al monasterio de Las Huelgas, recibiendo la segunda<br />
y gratísima impresión artística, ésta muy emocionante, del viaje desde Bayona<br />
hacia la Corte. Un viaje que a él le hubiera gustado hacer en otras circunstancias,<br />
desde luego incruentas, en cumplimiento de una misión pacífica y esperanzadora<br />
para un pueblo al que había que sacar del atolladero del antiguo régimen a<br />
poder ser sin disparar un solo tiro ni derramar una sola gota de sangre. Esta era<br />
su ilusión de todo corazón, mas, ilusión al fin. Él, que había conseguido del Sire<br />
la prohibición de los saqueos y desmanes innecesarios, tendría que llegar al trono<br />
encaramándose a los cadáveres y chapoteando en la sangre; y, menos mal que lo<br />
de Rioseco era una acción anterior a su verdadero reinado. Sin embargo, c´est la<br />
guerre y esta batalla suponía una victoria francesa que, mirándola desde el punto<br />
estrictamente militar, le daba fuerza para proseguir el camino hasta la Corte y<br />
afianzaba su seguridad y su autoridad ante el enemigo. Evidentemente, el “rey<br />
intruso” no era Napoleón.<br />
José Bonaparte emprendía, optimista, el camino de Madrid adonde llegó el día 20.<br />
Destinado a la quinta de recreo del duque del Infantado en Chamartín, partió de allí<br />
en solemne comitiva a hacer la oficial entrada en Madrid aquel mismo día.<br />
Verificóla, pues, en aquella propia tarde a las seis y media, yendo por la<br />
puerta de Recoletos, calle de Alcalá y Mayor hasta Palacio. Habían mandado<br />
colgar y adornar las casas. Raro o ninguno fue el vecino que obedeció.<br />
Venía escoltado, para seguridad y mayor pompa, de mucha infantería y<br />
caballería, generales y oficiales de Estado Mayor, y contados españoles de<br />
los que estaban más comprometidos. Interrumpíase la silenciosa marcha con<br />
los solos vivas de algunos franceses establecidos en Madrid y con el<br />
estruendo de la artillería. Las campanas, en lugar de tañer como a fiesta, las<br />
hubo que doblaron a manera de día de difuntos. Pocos fueron los habitantes<br />
que se asomaron o salieron a ver la ostentosa solemnidad. Y aun el grito de<br />
uno que prorrumpió en “Viva Fernando VII” causó cierto desorden, por el<br />
recelo de alguna oculta trama. Recibimiento que representaba al vivo estado<br />
de los ánimos, y singular en su contraste con el que se había dado a<br />
Fernando VII en 24 de marzo.