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<strong>Los</strong> toros josefinos<br />

la Manuela Carmona, la María García, la María Maqueda y la Antonia Baus;<br />

Antonio González, Casanova, Vicente Camas y los graciosos Querol y Orós; la gran<br />

Rita Luna, en pleno apogeo de su fama, se retiró inesperada e injustificadamente en<br />

1807 sin sospechar que, un año más tarde, iba a ser llamada de nuevo a escena para<br />

divertimento de S. M. José I. Fue el Teatro del Príncipe el primero que estableció<br />

lunetas o butacas en su patio, donde hasta entonces se permanecía de pie ocupado<br />

sólo por hombres; y también lo fue adoptando, en vez de las velas de sebo y esperma,<br />

los revolucionarios quinquets.<br />

En el espacio que actualmente ocupa el Teatro Real y sus alrededores, se alzaba<br />

el coliseo de los Caños del Peral dedicado casi exclusivamente a la ópera cuyo escenario,<br />

italianizado, vio desfilar a todos los artistas importados por Farinelli; e italiana<br />

fue la última ópera allí representada: La nina pazza per amore, de Paisiello,<br />

en junio de 1810 -a cuya representación asistió el rey intruso-, procediéndose inmediatamente<br />

a su derribo.<br />

Estas eran las diversiones favoritas de aquellos españolitos madrileños, que son<br />

extensivas, con sus peculiaridades, a todas las provincias de España, cuando José<br />

Bonaparte asomó su ojo -tenía dos, indudablemente- por la pirenaica frontera; estas<br />

y la de los toros que siempre fue la preferida y más apasionada de todas.<br />

Porque además de todo lo anterior, de las tabernas, de los casinos, del gusto por<br />

el juego, por la caza y por la religión -había 19 parroquias y 69 conventos con un<br />

sinfín de iglesias abarrotadas siempre de fieles y de “beatas” rezadoras de rosarios,<br />

triduos, novenas y mil otras letanías-, las fiestas de toros eran lo más apetecido y<br />

celebrado, toda vez que sin duda era -la plaza- el único sitio donde el espectador<br />

podía manifestarse a gusto, casi sin represión alguna, a voz en cuello -aullando,<br />

como dijo Víctor Hugo-, desahogándose y despotricando contra la autoridad competente<br />

-a menudo alcaldes, Corregidores y Jefes Políticos- y contra el mismísimo<br />

rey si allí asistía.<br />

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