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CAPÍTULO XI:<br />

EL REY INTRUSO, TORERO<br />

Al arribar a Astorga recibe el Sire un correo lleno de despachos tan graves y tan<br />

inquietantes que le espolean a salir de España camino de París, donde la atmósfera<br />

política está muy cargada. En la repleta cartera del fiel emisario no hay más que disgustos<br />

y sobresaltos, además de las noticias de Austria que ya por sí solas son un<br />

preocupante asunto.<br />

La guerra de España -una guerra que no deja renacer-, si nunca ha estado muy<br />

bien vista en Francia por su considerada inutilidad, ahora despierta una marcada y<br />

abierta oposición que crece conforme se suceden los llamamientos a filas y los<br />

reclutamientos forzosos. A mayor abundamiento, algo se cuece en las cocinas del<br />

sistema que hace decir al embajador Metternich, como una advertencia sibilina, que<br />

“dos hombres ocupan hoy en Francia los puestos de mayor influencia del momento:<br />

los señores Tayllerand y Fouché. Antes contrarios en ideas e intereses, se han<br />

aproximado por circunstancias independientes de ellos mismos. La nación está cansada<br />

por el exceso de una larga serie de esfuerzos, y aterrada por la inmensidad de<br />

la carrera que quiere hacerle correr el actual dueño de su destino”. Las intrigas parisinas<br />

van embrollándose en una verdadera conjuración en la que incluso considerando<br />

la eventualidad de un atentado cometido en España por un ibérico fanático,<br />

se había previsto la formación de un Gobierno regente provisional, por si acaso;<br />

todavía más, se habla incluso del pavo real Murat como sustituto del Sire en ese<br />

hipotético supuesto, La Valette, jefe del gabinete negro que intercepta la correspondencia<br />

privada, le confirma estos y otros preocupantes extremos.<br />

Marcha, pues, Napoleón para Francia con una rapidez igual a sus pasiones, en<br />

una precipitada salida que apenas nadie puede seguir. Lleva únicamente una pequeña<br />

escolta que le hace muy vulnerable, por su escasa seguridad, a cualquier emboscada,<br />

secuestro o asesinato. Tuvo suerte y ninguna cuadrilla de guerrilleros se tropezó<br />

con él en el camino; de haberle capturado alguna banda de campesinos<br />

fanáticos, hubiera sido fusilado o pasado a cuchillo en cualquier recodo rocoso y el<br />

espectáculo Napoleón no hubiese terminado en Santa Elena sino en una trocha de<br />

Castilla. La “gran pieza” de caza escapó en una ocasión única e imperdonable. En<br />

El Pardo queda su hermano José a quien nombra jefe supremo de las tropas de<br />

España en un intento por realzar la figura del hasta ahora postergado “intruso” y<br />

reinfundirle confianza: “Me veo obligado a regresar a París, pero espero volver a<br />

España hacia finales de febrero”. Le designa lugarteniente general -el cargo que<br />

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