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Enrique Asín Cormán<br />
que nos llevarían demasiado lejos en prolija relación. Siquiera sólo anecdóticamente<br />
recordaremos que llegaron a celebrarse muchos festejos taurinos en los patios y<br />
claustros de algunos conventos a cambio de buenos beneficios económicos; y que,<br />
en Portugal, el rey Don Miguel I, se ocupaba frecuentemente en rejonear toros a<br />
caballo en esos patios conventuales donde el luso monarca gozaba de lo lindo “mandando<br />
a los frailes jóvenes que “pegasen” a los toros más bravos, y celebraba con<br />
la gente de su camarilla los grandes porrazos que se llevaban aquellos improvisados<br />
pegadores, o mozos de forçado (10) dirigidos al efecto por los toreros Sebastián<br />
García y otro apodado Alma Negra a quienes aquel rey distinguió tanto, a su lado<br />
vivían, a su mesa acudían y al ostracismo le acompañaron en su destronamiento...”.<br />
Ya en nuestro isabelino cuatrocento, la Reina Católica, que detestaba los obligados<br />
espectáculos de toros, no tuvo más remedio que tolerarlos y respetarlos desoyendo<br />
las ardorosas invectivas de sus consejeros e imponiendo sobre ellos su claro<br />
talento y atinado proceder; todo en aras a mantener la fidelidad de sus súbditos, pensando<br />
serenamente en la desfavorable reacción popular ante una prohibición tan<br />
radical de su diversión favorita. Y a tal efecto decía la prudente y católica soberana:<br />
“Propuse con toda determinación de nunca verlos en toda mi vida; y no digo<br />
prohibirlos, porque esto no era para mí a solas”. A esta equilibrada decisión la<br />
llevó, así parece, el que en una ocasión en la villa de Medina del Campo le tocara<br />
presenciar la muerte de dos hombres a los cuernos de un toro en una corrida oficial.<br />
Pensando en humanizar la lidia de reses bravas evitando las desgracias en lo posible,<br />
ideó un sistema que aminorase el peligro de las cornadas mediante la colocación<br />
de unas astas postizas en los toros, ganándose por ello el irreverente titulo de<br />
“inventora de los embolados”. Más tarde se verá cómo esto mismo se adoptó y<br />
decretó en Portugal por igual motivo y prudencia.<br />
Un tiempo de paz y calma hubo para la fiesta de toros desde el reinado de los<br />
Reyes Católicos hasta el de Felipe II en que, como ya hemos adelantado, se recrudeció<br />
la presión condenatoria y la feroz controversia entre el Pontificado y la<br />
Monarquía católica española. Es este uno de los momentos cruciales -junto con el<br />
de la época goyesca- para la supervivencia de esta fiesta que se vio seriamente amenazada.<br />
En Italia también se celebraban corridas de toros un tanto sui géneris desde<br />
el tiempo viejo, de las que la Santa Sede culpaba, naturalmente, a España y su gloriosa<br />
expansión mediterránea (11). Y no gozando estos festejos de la aprobación<br />
eclesiástica, comenzó la pugna por su abolición yendo directamente a abortar su<br />
causa. Esta pugna, surgió entre un pontífice de tanta autoridad y respeto ante la cristiandad<br />
como Pío V -Númerus CCXVII Romanorum Pontíficum, Píus V<br />
Alessandrino-, quien por sus virtudes llegó a ser elevado a los altares bajo la advocación<br />
de San Pío, y un monarca español de la talla histórica de Felipe II. Este, no