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74<br />

Enrique Asín Cormán<br />

que nos llevarían demasiado lejos en prolija relación. Siquiera sólo anecdóticamente<br />

recordaremos que llegaron a celebrarse muchos festejos taurinos en los patios y<br />

claustros de algunos conventos a cambio de buenos beneficios económicos; y que,<br />

en Portugal, el rey Don Miguel I, se ocupaba frecuentemente en rejonear toros a<br />

caballo en esos patios conventuales donde el luso monarca gozaba de lo lindo “mandando<br />

a los frailes jóvenes que “pegasen” a los toros más bravos, y celebraba con<br />

la gente de su camarilla los grandes porrazos que se llevaban aquellos improvisados<br />

pegadores, o mozos de forçado (10) dirigidos al efecto por los toreros Sebastián<br />

García y otro apodado Alma Negra a quienes aquel rey distinguió tanto, a su lado<br />

vivían, a su mesa acudían y al ostracismo le acompañaron en su destronamiento...”.<br />

Ya en nuestro isabelino cuatrocento, la Reina Católica, que detestaba los obligados<br />

espectáculos de toros, no tuvo más remedio que tolerarlos y respetarlos desoyendo<br />

las ardorosas invectivas de sus consejeros e imponiendo sobre ellos su claro<br />

talento y atinado proceder; todo en aras a mantener la fidelidad de sus súbditos, pensando<br />

serenamente en la desfavorable reacción popular ante una prohibición tan<br />

radical de su diversión favorita. Y a tal efecto decía la prudente y católica soberana:<br />

“Propuse con toda determinación de nunca verlos en toda mi vida; y no digo<br />

prohibirlos, porque esto no era para mí a solas”. A esta equilibrada decisión la<br />

llevó, así parece, el que en una ocasión en la villa de Medina del Campo le tocara<br />

presenciar la muerte de dos hombres a los cuernos de un toro en una corrida oficial.<br />

Pensando en humanizar la lidia de reses bravas evitando las desgracias en lo posible,<br />

ideó un sistema que aminorase el peligro de las cornadas mediante la colocación<br />

de unas astas postizas en los toros, ganándose por ello el irreverente titulo de<br />

“inventora de los embolados”. Más tarde se verá cómo esto mismo se adoptó y<br />

decretó en Portugal por igual motivo y prudencia.<br />

Un tiempo de paz y calma hubo para la fiesta de toros desde el reinado de los<br />

Reyes Católicos hasta el de Felipe II en que, como ya hemos adelantado, se recrudeció<br />

la presión condenatoria y la feroz controversia entre el Pontificado y la<br />

Monarquía católica española. Es este uno de los momentos cruciales -junto con el<br />

de la época goyesca- para la supervivencia de esta fiesta que se vio seriamente amenazada.<br />

En Italia también se celebraban corridas de toros un tanto sui géneris desde<br />

el tiempo viejo, de las que la Santa Sede culpaba, naturalmente, a España y su gloriosa<br />

expansión mediterránea (11). Y no gozando estos festejos de la aprobación<br />

eclesiástica, comenzó la pugna por su abolición yendo directamente a abortar su<br />

causa. Esta pugna, surgió entre un pontífice de tanta autoridad y respeto ante la cristiandad<br />

como Pío V -Númerus CCXVII Romanorum Pontíficum, Píus V<br />

Alessandrino-, quien por sus virtudes llegó a ser elevado a los altares bajo la advocación<br />

de San Pío, y un monarca español de la talla histórica de Felipe II. Este, no

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