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Josefinos.qxd:00 Libro Sanidad.qxd - Asociación Cultural Los Sitios ...

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<strong>Los</strong> toros josefinos<br />

valiosa para los ingleses; van a fusilar a los detenidos en Torrecilla después de interrogarlos.<br />

Resulta que los espías son el cura de Tordesillas, dos frailes -los tres disfrazados-,<br />

y tres guerrilleros. La madre abadesa de Santa Clara, una anciana octogenaria<br />

llamada María Manuela Rascón, aterrada, cede el locutorio del convento<br />

como prisión de los eclesiásticos donde esperarán, irremisiblemente, la hora de la<br />

muerte. <strong>Los</strong> guerrilleros son sacados de la clausura para llevarlos a unas cuadras; al<br />

poco tiempo suena una descarga de fusilería. Es Nochebuena, casi día de Navidad,<br />

es el nacimiento del Niño Dios, es Napoleón, es la guerra...; la abadesa llora, gime,<br />

suplica, tirita...y ordena a sus monjas rezar desde el coro por las almas de aquellos<br />

desdichados -y por ellas mismas , que muchas monjas de otros cenobios han corrido<br />

la peor suerte...- en unas oraciones que, como un blanco rumor del fondo del<br />

alma, llegan sin cesar, angelicales y temblorosas, como una nana celestial, hasta la<br />

celda donde el temido Sire descansa. Un camastro, un sillico y una mesa sobre la<br />

que un lebrillo y un pichel componen aguamanil y lavabo, son todo el alhajamiento<br />

de la conventual estancia; le han servido al emperador lo poco que tienen, caldo<br />

caliente, unas berzas, algo de tocino y un chocolate con unos duros picatostes , los<br />

mismos con que obsequian al señor obispo cuando, una vez al año, por santa Clara,<br />

viene a visitar la abadía.<br />

Napoleón está solo, completamente solo, con esa soledad amarga y honda que<br />

alarga los minutos y eterniza las horas cuando, a pesar de la gente cercana, inunda<br />

el alma y ahoga el corazón. Es la soledad de los poderosos que se hace más patente<br />

aún en la reflexión de una humilde celda. <strong>Los</strong> recuerdos de otras navidades afluyen<br />

a su memoria, París, quizá Córcega, su madre, los dulces de su casa... Mas no<br />

hay que abatirse, porque para eso es el emperador. Se pone su uniforme de gala con<br />

todas sus condecoraciones y ordena que sus generales hagan lo mismo y le acompañen.<br />

Manda a su ayudante que le sirvan café; en el convento no hay café, no saben<br />

lo que es eso. Ordena que le preparen el café de munición, el que, a pesar de sus<br />

gástricos ardores, toma después de sus comidas. Y como si quisiera celebrar la<br />

Navidad, haciendo una tregua consigo mismo, pronto el pequeño refectorio abacial<br />

de las clarisas se convierte en una improvisada sala de banderas, con aromas de café<br />

y tabaco, en donde se felicita la Pascua y se brinda por la Francia y por su invicto<br />

Emperador. En un repente, Napoleón manda llamar a la madre abadesa que, arrobada<br />

y temerosa, no se atreve a entrar en la pieza impresionada por aquella compañía<br />

imponente y deslumbradora de generales y mariscales; ordena entonces salir a<br />

sus militares y la invita a sentarse con él a solas. La tranquiliza asegurándole por su<br />

honor la integridad de toda la Comunidad y le ofrece café que la anciana monja con<br />

un gesto aprensivo rechaza; no lo ha tomado nunca, que eso es cosa de hombres y,<br />

además, no lo permite la Regla; al final, forzada por el emperador, acepta resignada<br />

una taza. Se levanta la abadesa como por impulso y de una alacena cerrada bajo<br />

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