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<strong>Los</strong> toros josefinos<br />
varon a su decaimiento. Realmente, no estaba el horno para bollos, ni para tafetanes<br />
la Macarena, como diría un castizo de la época.<br />
El omnímodo Godoy tenía ya problemas serios con el pueblo en el albor del<br />
nuevo siglo. Antes, en 1792, el antigodoyismo se había dejado notar, a la caída del<br />
Conde de Aranda, a través del “partido aragonés” que declaró al valido su inquina<br />
oficial; y en el llamado “Motín del globo”, un incidente surgido con motivo del<br />
vuelo del primer globo Montgolfier, que de anecdótico pasó a ser muy significativo.<br />
El mocetón extremeño recelaba y temía la influencia de los aires de la<br />
Revolución Francesa en el alma de las crispadas multitudes que podían reaccionar<br />
con motines, revueltas y algaradas en las plazas de toros creando una efectiva oposición<br />
a su política. Y como quien evita la ocasión evita el pecado, basándose en<br />
anteriores prohibiciones religiosas y civiles -poco o nada efectivas como se ha<br />
visto-, pensó él en hacer lo mismo; pero pensó hacerlo como el “hortelano”, sin dar<br />
la cara, es decir, buscando quien la diera ante el rey y ante el pueblo permaneciendo<br />
él a la sombra en el manejo de los hilos, para no incrementar la enemiga que el<br />
pueblo le dispensaba. Pronto encontró quien lo hiciera en la persona del conde de<br />
Campomanes quien llevó la gestión con la mayor diligencia dirigiéndose al Consejo<br />
de Castilla en solicitud de “abolir un espectáculo no muy conforme a la religión, a<br />
la política y a la decencia”, en un voluminoso expediente.<br />
El Gobernador del Consejo, conde de Montarco, emitió un extenso informe contrario<br />
a la celebración de estas fiestas en el que entre otras cosas se ponía de manifiesto<br />
“la ineptitud de los lidiadores que habían sucedido a los famosos de épocas anteriores<br />
(14)”; y aunque el fiscal en su dictamen se mostró partidario acérrimo del espectáculo<br />
y defendió con buenos argumentos los “beneficios que podía reportar su tolerancia”, el<br />
Consejo en pleno suscribió la opinión de su Gobernador, y el rey, de conformidad, suscribió<br />
la Real Cédula expedida en Aranjuez a 10 de febrero de 1805, denegando la concesión<br />
de las licencias que estaban pendientes y “Prohibiendo absolutamente en todo<br />
el Reyno, sin excepción de la Corte, las fiestas de Toros y Novillos”.<br />
En ella se argüían razones “ilustradas” de economía porque, demagógicamente, se<br />
decía que las fiestas de toros se suprimían “Al ser espectáculos que al paso que<br />
resultan poco favorables a la humanidad que caracteriza a los españoles, causan un<br />
conocido perjuicio a la agricultura, por el escollo que ponen al fomento de la ganadería<br />
vacuna y caballar, y al atraso de la industria por el lastimero desperdicio de<br />
tiempo que ocasiona en días que deben ocupar los artesanos en su labores”. ¡Pobre<br />
Godoy...! La suerte estaba echada. La supresión duraría los años de 1805, 1806 y<br />
1807 para ser saltada a la torera -a la francesa, más bien- en 1808 con la llegada de<br />
los gabachos.<br />
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