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32<br />

Enrique Asín Cormán<br />

Suave de condición, instruído y agraciado de rostro, y atento y delicado<br />

en sus modales, hubiera cautivado a su partido las voluntades españolas, si<br />

antes no se las hubiera tan gravemente lastimado en su pundonoroso orgullo.<br />

Además la extrema propensión de José a la molicie y deleites, oscureciendo<br />

algún tanto sus bellas dotes, dio ocasión a que se inventasen respecto<br />

de su persona ridículas consejas y cuentos, creídos por una multitud<br />

apasionada y enemiga. Así fue que, no contentos con tenerle por ebrio y<br />

disoluto, deformáronle hasta su cuerpo, fingiendo que era tuerto. Su misma<br />

locución fácil y florida perjudicóle en gran manera, pues, arrastrado de su<br />

facundia, se arrojaba, como hemos advertido, a pronunciar discursos en lengua<br />

que no le era familiar, cuyo inmoderado uso, unido a la fama exagerada<br />

de sus defectos, provocó a componer farsas populares, que, representadas<br />

en todos los teatros del reino, contribuyeron, no tanto al odio de su<br />

persona, como a su desprecio, afecto del ánimo más temible para el que<br />

anhela afianzar en sus sienes una corona.<br />

Son muchas las plumas que han dedicado su tinta a la figura malentendida,<br />

incomprendida y, sin duda poco conocida por los españoles de aquella época - y<br />

aun de esta nuestra a pesar de que los múltiples y profundos estudios biográficos e<br />

históricos han iluminado sus casi bicentenarias sombras- de José Bonaparte. Las<br />

de Cambronero, Dufour, Moreno Alonso, Balansó, marqués de Villa-Urrutia,<br />

Claude Martín, Mercader Riba y Vallejo Nájera entre otras, son sólo un puñado<br />

tomado casi al azar del ingente listado de tratadistas e historiadores del rey francés<br />

y la “francesada”. Y todas ellas han hecho demostración del posicionamiento,<br />

correctísimamente político, de un gobernante guiado no sólo de afanes reformistas<br />

e ilustrados, sino de una honda preocupación por la unidad nacional, que le llevó<br />

incluso a enfrentamientos con el Emperador evitando que éste anexionara a<br />

Francia las provincias al norte del Ebro. Su aire renovador, su sensibilidad italiana<br />

con barniz a la francesa, le movieron a proteger las artes y las letras y a fomentar<br />

las obras públicas y el urbanismo continuando la gran labor de Carlos III; este<br />

vehemente afán embellecedor de la capital, que todavía tenía mucho de poblachón<br />

manchego y mucho pelo de dehesa que rasurar, y la prisa por crear espacios abiertos<br />

entre el laberinto callejero madrileño -las plazas de Oriente, del Rey, de Santa<br />

Ana, del Carmen, de San Martín, de los Mostenses y de San Ildefonso entre otrasle<br />

valió el sobrenombre de “Rey Plazuelas” (a la memoria acude sin gran esfuerzo<br />

el similar recuerdo de Franco y su política hidráulica salpicada de pantanos). Y<br />

algún apodo más ganó sin esforzarse, víctima de esa facilidad e ingenio que gasta<br />

España cuando su pueblo se pone a bautizar y motejar a quienes, sobre todo, se le<br />

atragantan, volcando entonces en ellos el más destilado de los venenos. Sin que<br />

nadie pueda explicar el porqué, le colgaron al “rey intruso” -quizá este de “intru-

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