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182<br />

Enrique Asín Cormán<br />

lamentos de las mujeres y los niños, al lado de los cadáveres de sus padres y<br />

hermanos, tendidos en las aceras y que eran recogidos, dos veces al día, por<br />

los carros de las parroquias; aquel gemir prolongado universal y lastimero de<br />

la suprema agonía de tantos desdichados inspiraba a los escasos transeúntes,<br />

hambrientos igualmente, un terror invencible y daba a sus facciones el propio<br />

aspecto cadavérico. La misma atmósfera, impregnada de gases mefíticos,<br />

parecía extender un manto fúnebre sobre toda la población... Bastárame<br />

decir... que en el corto trayecto de unos trescientos pasos que mediaban entre<br />

mi casa y la escuela conté un día hasta siete personas entre cadáveres y moribundos<br />

y que me volví llorando a mi casa...<br />

Paradójica e incomprensiblemente, en medio de aquella atmósfera apocalíptica se<br />

dan los más espectrales contrastes, los más inverosímiles y esperpénticos claroscuros.<br />

Llega el carnaval, prohibido por los Borbones y resucitado por el intruso, y el<br />

espectáculo adquiere tintes de aquelarre tétrico en una mezcla inmoral y monstruosa,<br />

verdaderamente surrealista, de máscaras enjoyadas y ebrias bailando su lujuriosa<br />

borrachera por entre los yacentes moribundos y huesudos famélicos agonizantes<br />

En víspera de San José de aquel año se presentó en el Ayuntamiento un ebanista<br />

-¿Zaragozo, quizá?- ofreciendo un magnífico desserte (trinchante), muy propio para<br />

un gabinete regio, construido en caoba de Cuba con taracea de ébano e incrustaciones<br />

de marfil, valorado en cincuenta mil reales. Al día siguiente, en la recepción que<br />

José I dio para festejar su onomástica -enfermo como estaba de un ataque de reúma,<br />

mostró orgulloso su regalo del Ayuntamiento a sus invitados.<br />

Se calculó que unas veinticinco mil personas perecieron en Madrid víctimas del<br />

hambre en aquellos meses de horripilante memoria.<br />

Sin embargo, todo esto parecía importar poco al rey José I y a sus “josefinos” aduladores<br />

que, en el colmo de la paradoja y el esperpento, sólo pensaban en hacer fiestas<br />

de toros. “<strong>Los</strong> franceses no podían salir del casco urbano de la población sin<br />

correr peligro de ser ahorcados...”; pero a los toros, extramuros de la capital, acudían<br />

sin miedo alguno. La correspondencia de José en estos meses es, además de por<br />

su contenido, abrumadora por su cantidad, en un continuo lamento y queja por lo<br />

insostenible de la situación española y su ubicación personal, ridícula, en ella. José<br />

I quiere abandonar España a toda costa porque se siente inútil en este postizo reino;<br />

su hermano, el emperador, hace caso omiso a sus lamentos en una postura de “laisser<br />

passer” hasta que la solución venga sola, por desgaste y abatimiento. El epistolario<br />

entre ellos, y entre los intermediarios de ellos es, totalmente patético, estremecedor<br />

y, diríase, que tierno.

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