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44<br />

Enrique Asín Cormán<br />

pues hay discrepancia entre la documentación histórica consultada) que en un despliegue<br />

sagaz y habilidoso, con el mínimo ejercicio de la fuerza, fueron ocupando<br />

los castillos y ciudadelas de San Sebastián, Pamplona, Figueras en Gerona y<br />

Montjuich en Barcelona. Nadie sabía nada, nadie entendía aquel despliegue de fuerzas<br />

tan alejadas de Portugal y de la amenaza inglesa, pretexto utilizado hasta entonces<br />

por el invasor para cruzar militarmente la frontera; ni siquiera el “cuñadísimo”<br />

Murat conocía el verdadero alcance de la operación. Así de zorro era Napoleón. Sin<br />

embargo, antes de la ocupación de estas plazas fuertes, el rey dio un Real Decreto<br />

tranquilizando al pueblo con su bondad e ingenuidad acostumbradas: “... Respirad<br />

tranquilos, sabed que el ejército de mi caro aliado, el Emperador de los franceses,<br />

atraviesa mi Reino con ideas de paz y amistad. Su objeto es trasladarse a los puntos<br />

que amenaza el riesgo de algún desembarco enemigo...Conducíos como hasta<br />

aquí con las tropas del aliado de vuestro buen rey y vereis en breves días restablecida<br />

la paz de vuestros corazones...”. Al conocer estos más que sospechosos movimientos,<br />

la corte, que como casi siempre estaba en Aranjuez, cayó presa del pánico;<br />

al rey no le llegaba la camisa al cuerpo y a Godoy comenzaron a asaltarle<br />

grandes temores prontamente confirmados en su propia y omnipotente persona. El<br />

valido pensó en “mudar asiento a país seguro”, quizá acordándose de la familia real<br />

portuguesa, e intentó trasladar la corte a Sevilla en lo que bien pudo haber sido un<br />

gran acierto al haber podido escapar de las garras imperiales y salvar con ello la dignidad<br />

de la Corona. El conde de Toreno opinó con esta decisión: “Don Manuel<br />

Godoy obró atinadamente y la posteridad no podrá en esta parte censurarle”. Pero,<br />

claro, como suele suceder, para una vez que al señor valido se le ocurre algo válido<br />

viene el pueblo soberano y le premia con un motín que a poco le cuesta la vida: a<br />

pesar de la protección de un escuadrón de guardias de corps, que lo llevaba detenido<br />

al cuartel de esta fuerza por orden expresa del rey, llegó “con un ojo casi saltado<br />

de una pedrada, un muslo herido de un navajazo y los pies destrozados por los<br />

cascos de los caballos”. La consecuencia inmediata fue la abdicación forzada de<br />

Carlos IV -asustado e indefenso sin su Godoy, impotente y abrumado, se doblegó a<br />

la conjura de la “camarilla” que le obligó a abdicar- a favor de su hijo, auténtica<br />

esperanza del pueblo: “Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar<br />

por más tiempo el peso del gobierno de mis reinos, y me sea preciso para reparar<br />

mi salud gozar en clima más templado de la tranquilidad de la vida privada, he<br />

determinado, después de la más seria deliberación, abdicar mi corona en mi heredero<br />

y caro hijo el Príncipe de Asturias...”.<br />

Conocida la abdicación en Madrid aquella misma noche, la alegría explotó en jolgorio<br />

y el pueblo dio rienda suelta a su contenido odio contra el favorito caído manifestando<br />

su contento. Mesonero Romanos hizo su oportuna crónica: “No hay que<br />

decir que todos los balcones se abrieron y atestaron de gente que con vivas y apa-

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