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<strong>Los</strong> toros josefinos<br />
cado y en qué hazaña bélica las consiguió. Lo que parecía iba a ser una visita de<br />
cumplido se convierte en una larga charla amistosa y cordial. La abadesa, que también<br />
se encuentra sola -le dice-, y sólo halla consuelo en Dios, se ha ganado la<br />
voluntad de Napoleón haciéndole hablar por los codos. Así pasan la tarde del día de<br />
Navidad, corta y fría, a la luz de un velón y al calor de un buen fuego, sin que nadie<br />
para nada les moleste. Cuando ya la tarde pardea y el oscuro azul asoma por los<br />
estrechos ventanales, la abadesa pide permiso para retirarse al oír el salteado toque<br />
de la campana. Se levantan, se despiden, el emperador hace una gentil reverencia a<br />
la madre y ella le ofrece a Napoleón su viejo rosario como recuerdo y regalo navideño.<br />
El generalísimo quiere corresponder ofreciéndole a la monja mil francos en<br />
oro para que invite a toda la Comunidad y, humorísticamente, le participa que, a<br />
partir de ahora en adelante, ya podrá utilizar el título de “abadesa-emperatriz”. Ríen;<br />
ella muy turbada y él muy complacido. Ya son amigos. Entonces la madre, lista<br />
como el hambre de aquellas tierras, propone al Sire un trato: le cambia el oro y el<br />
“título” por una gracia muy especial. ¡Trato hecho!, dice el emperador. La gracia<br />
que pide la abadesa es la libertad para los prisioneros que esperan en el locutorio de<br />
la casa su fusilamiento. Y Napoleón, con otra reverencia y una sonrisa de complicidad,<br />
se la concede.<br />
A la mañana siguiente, al amanecer, la fanfarria militar y los atronadores atabales<br />
anuncian la partida de Napoleón y toda su tropa, camino de Astorga. La abadesa y<br />
las monjitas de Santa Clara salen todas a despedirle, con un suspiro en sus bocas<br />
que no dejan ni por un instante de rezar dando gracias al Señor; al fondo, casi imperceptible<br />
por el fragor de la caballería que se aleja, se deja oír el campanillo de la<br />
torre de San Vicente que toca a rebato de alegría. <strong>Los</strong> prisioneros han sido liberados<br />
y se disponen, cristianamente, a dar sepultura a los tres guerrilleros que por muy<br />
poco no salvaron sus vidas. Cuando las clarisas se retiran y van a la celda de la hospedería<br />
que ha ocupado el emperador, encuentran sobre la mesa un bolsillo con los<br />
mil francos en oro y una nota de puño y letra imperiales que escuetamente dice: A<br />
madame l´Abbesse-Imperatrice. Merci. D´un soldat ami. Napoleón.<br />
A partir de aquel día, todos los años por Navidad y como un milagroso recuerdo,<br />
las monjitas del convento de Santa Clara de Torrecilla de la Abadesa tomarían un<br />
humeante y oloroso café. ¿Llevaría consigo Napoleón el rosario de la madre María<br />
Manuela a su exilio de Santa Elena...?<br />
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