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<strong>Los</strong> toros josefinos<br />

decretos imperiales de los gobiernos militares “sus facultades fueron disminuyendo<br />

hasta quedarse en una mera sombra de autoridad”, le amenazaba con la restitución en<br />

el trono de Fernando VII “el cual, con tal de recuperar la corona, se prestaría a ceder<br />

las provincias que convinieran, aceptando todas las condiciones que el emperador quisiera<br />

imponerle”. E incluso Carlos IV, al que tenía muy a mano en Marsella, con su<br />

violón y sus relojes, viendo pasar por el lejano horizonte las inglesas fragatas que no<br />

venían a rescatarle, sería en un momento dado pieza clave, y títere sin cabeza, para<br />

sustituir a José y negociar la anexión de España entera a Francia. El hartazgo de José<br />

I por su hermano era pleno, hasta hacerle aborrecer el trono de España, mas seguía<br />

aferrado a su idea de arraigar en el sentimiento del pueblo español; asiste al teatro, no<br />

falta a misa mayor, preside la procesión del Corpus, se le ve en los ateneos y academias<br />

en las glorificaciones de poetas y literatos y, sobre todo, va a los toros. Hasta en<br />

esto último querría, cuatro años después, epatarle el “deseado” Fernando VII, a su<br />

vuelta al Trono, haciéndose aficionado... y ganadero de reses bravas.<br />

En la Plaza de Toros de la Puerta de Alcalá de Madrid se produce un “veraneo”,<br />

un impasse obligado por las circunstancias que no son, precisamente, las más propicias<br />

para hacer funciones de toros. Y no por falta de ganas del rey intruso y sus<br />

alabanceros “josefinos”. Al fin y al cabo, se da gusto al pueblo... y lo paga el pueblo,<br />

pues ¡miel sobre hojuelas!. Porque esa es la verdad.<br />

Hora es ya de desmitificar la vieja leyenda de que José Bonaparte, el intruso rey<br />

José I, pagaba de su bolsillo las corridas de toros -y otros divertimentos públicosbajo<br />

su melifluo reinado; eso es, lejos de constituir una historieta fiable que podría<br />

ser bonita, una auténtica falacia, una falsedad urdida por no se sabe bien quién ni<br />

con qué extraño fin, que quizá bien pudo haber funcionado demagógicamente en su<br />

momento, pero no después, ni mucho menos hoy (todavía en libros de texto recientes<br />

se podía leer este cuento). Ante nosotros -y ante quien los quiera examinar- todos<br />

los documentos pertinentes sobre el tema, cuidadosamente archivados, dan fe de<br />

que fueron los cortesanos “josefinos”, lagoteros y trepadores, con sus instituciones<br />

a rastras, quienes en un adulón servicio dieron gusto a su Señor. A un señor al que<br />

no vamos a negarle su afición taurina despertada, parece ser, en tierras de Bayona<br />

y no satisfecha del todo hasta conocer la corrida de toros “a la española”, con toda<br />

su cruda realidad, cruenta y colorista, que le subyugó de inmediato. Su generosidad,<br />

pródiga en conceder trofeos a los toreros como ya hemos visto, era una forma de<br />

volver por el forro el viejo dicho de “con pólvora del rey bien se dispara” para convertirlo<br />

en “con dinero del pueblo bien se regala”.<br />

Y del rey abajo, ninguno se sustrajo a esta afición coadyuvando cada uno desde<br />

su puesto a la brillantez del espectáculo josefino; la Corte, el Estado Mayor, los<br />

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