Su historia y su obra

sostenían, los cuales han sido definidos como una “pre-burguesía” sin verdadera
conciencia de clase, y cuyos miembros más ricos y destacados —los principales maestros
sederos, por ejemplo— rinden culto a los valores nobiliarios, de modo que su máxima
aspiración es obtener cartas de hidalguía que les aproximara de algún modo a la
aristocracia. La misma primacía de la inversión agraria no respondía únicamente a
motivos de rentabilidad sino a los de estimación social, en los que jugaba un primer papel
la posesión de tierras en virtud del absoluto predominio de la nobleza territorial. Hecho
éste fundamental, que se advierte todavía en la sociedad valenciana de comienzos del siglo
XIX en las dos áreas que consideraremos dentro de las comarcas más próximas a la cabeza
del Reino: un campo sometido casi absolutamente al régimen señorial, y la propia ciudad
de Valencia, pese a la bulliciosa actividad de sus artesanos y comerciantes, y al brillo de su
intelectualidad “ilustrada”. La estrecha, pero no pocas veces violenta y hostil, relación
entre estos dos elementos básicos —el campo y la ciudad— será el eje de la evolución
histórica valenciana del nuevo siglo.
1.2.— EL CAMPO, BAJO EL REGIMEN SEÑORIAL
La visión que Valencia solía ofrecer a los viajeros de fines del siglo XVIII era la que
correspondía a “la región más rica de España” (8), próspera, floreciente, y de vida fácil
para sus habitantes. Pero el reverso de esa situación ya fue apuntado con clarividencia por
Cavanilles cuando escribió que “a pesar de la abundancia, variedad y riqueza de las
cosechas del reino, la mayor parte de sus vecinos viven en la necesidad o pobreza” en
razón de lo numeroso de la población y de las enormes rentas que recibían los señores. Es
claro que esa población “pobre o necesitada” era, en su inmensa mayoría, el bajo
campesinado, que sufría las condiciones de un régimen señorial cuya dureza se había
redoblado mediante el poblamiento y vasallaje impuestos en el siglo XVII, tras la expulsión
de los moriscos (9). La mala situación no era exclusiva de los dominios señoriales (un 78
por 100 de los pueblos eran de señorío, frente a un 22 por 100 de realengo), pero sí se daba
de modo más acentuado en ellos, tanto en los muy numerosos de extensión mediana como
en los de gran extensión que poseía parte de la nobleza valenciana (marquesado de Dos
Aguas, condado de Cervellón, etc.) y de la foránea (ducados de Osuna, Infantado, Híjar,
Altamira y otros), la cual había recibido por herencia tierras de este Reino. La facultad
jurisdiccional de los señores les permitía nombrar jueces, escribanos y notarios en los
pueblos de sus dominios, además de imponer a los campesinos, en los contratos
enfitéuticos, el pago de cánones anuales en dinero o en especie. Se ha hecho notar que este
tipo de arrendamiento era en la Huerta de Valencia prácticamente ilimitado —llegando a
ser vitalicio e incluso hereditario (10)—, pero resulta difícil no considerarlo como otra
carga que se agregaba a los “derechos privativos y exclusivos”, siendo el punto clave de la
cuestión el hecho de que la revalorización de la tierra impulsaba a los señores a reclamar
ahora de modo más escrupuloso las prestaciones que les eran debidas.
Sobre los campesinos sometidos a vasallaje —y, en general, sobre todos los
asalariados— repercutía el retraso con que los salarios y jornales seguían el alza de los