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Su historia y su obra

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ciudad mora (16) y los rasgos generales que dibujara en 1714 el clásico plano del padre<br />

Tosca y que mantendrá en gran parte el que haga Francisco Ferrer en 1831. Los cuatro<br />

“cuarteles” del interior de las murallas encuadraban una nutrida población, enorme si<br />

aceptamos las cifras del “censo” de Floridablanca —100.000 personas en intramuros, y en<br />

un conjunto urbano de 160.554 almas—, puesto que en 1830 se contabiliza sólo un total de<br />

118.952 habitantes, de los cuales únicamente 65.036 estaban domiciliados dentro de las<br />

murallas (17). Se ha podido pensar que el crecimiento ulterior de estos últimos fue posible<br />

por la abundancia de espacios abiertos que aquellos planos reflejan, pero lo cierto es que<br />

se trataba de los inmensos huertos y jardines unidos a los numerosos conventos —Santo<br />

Domingo, San Francisco, San Agustín y otros muchos— y a los edificios públicos. La<br />

única medida importante de ampliación urbana que tuvo lugar en los primeros años del<br />

siglo XIX fue precisamente la de <strong>su</strong>presión, en 1804, de los “fossars” o cementerios de los<br />

lugares religiosos de esta “ciudad conventual”; así se hizo con los pertenecientes a las<br />

iglesias de San Lorenzo, Santos Juanes y Santa Catalina, y al convento de San Francisco,<br />

con lo que se creó la posibilidad de “abrir nuevas vías y disponer de espacios para futuras<br />

reformas” (18).<br />

Están ya definidos en este tiempo los dos centros de la vida urbana que lo serán para<br />

gran parte del siglo. El “oficial” se sitúa en torno a la plaza de la Seo, si bien el símbolo<br />

del poder autoritario de los máximos gobernantes —los Capitanes Generales— seguía<br />

estando en la plaza de Santo Domingo: “la sombría fortaleza de la Ciudadela, que<br />

continuaba imponiendo un amenazador respeto a la población civil, tan aficionada a la<br />

revuelta” (19). A esa principal función respondía <strong>su</strong> edificación cerrada, en contraste con<br />

la apertura posterior de las puertas fortificadas de la muralla —Serranos, Quart—, así<br />

construidas como garantía para las libertades ciudadanas. Los máximos poderes del reino<br />

eran, en efecto, desde la centralización borbónica, los Capitanes Generales que, con la<br />

Real Audiencia, constituían el Real Acuerdo o entidad gubernativa <strong>su</strong>prema. <strong>Su</strong> sede fue<br />

el gran Palacio Real de la orilla izquierda del río hasta que la invasión francesa provocó la<br />

desdichada decisión de <strong>su</strong> derrocamiento (1810); se instalaron entonces los Capitanes<br />

Generales en el palacio de los duques de Vistahermosa (luego, de los condes de Berbedel),<br />

en la plaza del Arzobispo, y frente al mismo palacio arzobispal. Al otro lado de la plaza de<br />

la Seo, al comienzo de la calle de Caballeros, se encontraban los palacios de la<br />

Generalidad, sede de la Real Audiencia, y de la Casa de la Ciudad (ésta, en los actuales<br />

jardincillos, hasta <strong>su</strong> derribo en 1860), sede del municipio borbónico, que estaba presidido<br />

por un Corregidor de facultades amplísimas y compuesto por una treintena de regidores<br />

de designación regia; había en él un claro predominio de la baja nobleza, si bien en ésta se<br />

integraban bastante burgueses ennoblecidos. Los pocos cargos electivos del municipio no<br />

llegaban a alterar <strong>su</strong> carácter oligárquico ni <strong>su</strong> <strong>su</strong>misión, por otro lado, a las autoridades<br />

más altas del reino, reflejándose siempre la importancia que seguía teniendo la rica<br />

nobleza valenciana, cuyos palacios se distribuían por la ciudad, con una mayor<br />

concentración en la calle de Caballeros.<br />

El centro “comercial y popular” seguía siendo —desde la Edad Media— la plaza del<br />

Mercado, donde se acumulaban los puestos y tenderetes de los vendedores, y cuya<br />

animada vida se desparramaba por las tortuosas calles que la rodeaban, escenario de las<br />

numerosas algaradas de todo el siglo. En ellas se multiplicaban las tiendas y talleres y, en<br />

primer lugar, los de los trabajadores de la seda o “velluters”, cuyo barrio se extendía, de

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