EL MALENTENDIDOSobre el hablar y el decirEn el mundo en el cual hoy vivimos, cuya complejidad se nos impone cada día con mayorevidencia, el malentendido tiene una presencia ubicua. Me doy cuenta de que mi principalocupación, mientras escribo para quienes me leen, es lograr que me entiendan sinmalentendidos. Es una ocupación que uno emprende, como tarea concreta, cuando se dacuenta de su dificultad y, también, de la importancia que tiene poder entenderse bien. Unaimportancia tan grande, que a veces nos hacemos la ilusión de habernos entendido parasentirnos un poco mejor, un poco menos aislados y un poco menos solos. No solamentevivimos, crecemos y nos desarrollamos en el mundo con el cual satisfacemos nuestrasnecesidades físicas. Crecemos y nos desarrollamos gracias a que también vivimos inmersosen un mundo de interlocución, por eso suele decirse que “no sólo de pan vive el hombre”.La frase señala que la necesidad de disponer por lo menos de algunos interlocutores conlos cuales poder entendernos, es una necesidad primordial. Una necesidad que, de no sersatisfecha, no sólo compromete la calidad sino también la continuidad de la vida y sumotivo.Si tenemos en cuenta que nada en la vida permanece igual, será obvio que el interlocutorcon el cual hoy podemos entendernos, tal vez mañana no logrará comprender lo quepensamos o lo que sentimos. Mientras vivimos, evolucionamos; algunas vecesprogresamos, pero también sucede que otras veces retrocedemos. Más allá de nuestrosrasgos invariantes, cambiamos nuestra manera de contemplar la vida, nuestro modo de sery de pensar, nuestros estados de ánimo habituales o algunas facetas importantes de nuestrapersonalidad. Esto no siempre nos sucede de un modo similar a como le sucede a laspersonas que forman nuestro entorno, y de pronto nos encontramos distantes de aquelloscon quienes hasta ayer nos sentíamos unidos en la intimidad de un lenguaje en común.Es cierto que necesitamos hablar, pero es claro que necesitamos hacerlo logrando decir.También es cierto que, cuando escuchamos, lo hacemos porque queremos oír ante todo loque algo nos dice acerca de aquello que necesitamos comprender mejor. No todo lo queoímos nos interesa; nos interesan especialmente las cosas instaladas en lo que PichonRivière llamaba “el punto de urgencia”, que es el punto en el cual nuestra vida afectivahace crisis, pero junto a ese “punto” esencial que fundamenta desde el fondo elconjunto entero de nuestros intereses, existen todos esos otros intereses que nospermiten hablar con unos lo que no hablamos con otros, y que posibilitan que sea algo másque un asunto aquello que, “mientras esperamos”, nos interesa escuchar.Reparemos en que hay un modo de hablar en el cual quien pregunta “¿qué tal?” no esperaotra respuesta que la repetición (cortés) de la misma pregunta. Corresponde a lo que Berne,en su teoría acerca de “los juegos que jugamos”, llama una “caricia primaria”, porque seejerce en un tipo de relación que no va más allá del contacto superficial. De ahí larespuesta humorística que a veces se escucha: “bien, o querés que te cuente”. En ese100
“querés que te cuente” se esconde un drama disfrazado de chiste que, en el fondo, expresala necesidad de que alguien (alguna vez por lo menos) nos diga “¿qué tal?” de un mododistinto, para que podamos decirle, de veras, cómo en realidad nos sentimos. No nos gustaadmitirlo, y hasta podríamos decir que, en un cierto sentido, nos hemos curtido en laintemperie de un entorno que no siempre nos abriga, y sin embargo son muchas las vecesen que necesitamos perentoriamente, como el sediento necesita el agua, poder empezar acontar. Aunque los encuentros auténticos no son muy frecuentes, ocurren, y cuandoocurren no suelen surgir precisamente en torno de la pregunta “¿qué tal?”. Lo esencialreside en que, a través de palabras o actitudes que transmiten una cercanía afectiva (unaproximidad en los afectos que constituye el significado original de la palabra “simpatía”),surge ese instante privilegiado en que sentimos que contamos con alguien a quienpodemos, por fin, empezar a decirle “algo” de lo que nos está sucediendo. En ese procesode “empezar a contar” solemos entender un poco mejor “qué nos pasa”, y aunque lo quellamamos “realidad” siga igual, solemos sentirnos mejor, no sólo porque nuestra soledaddisminuye, sino también porque casi siempre nuestro propio relato significa la realidad demanera distinta.Quienes nos dedicamos a la psicoterapia usamos la palabra como instrumento, y solemosdarnos cuenta muy rápidamente de que se trata de una herramienta difícil de manejar.Vivimos en una época en que el hablar abunda, pero que nos pasemos el día hablando nosignifica, necesariamente, que digamos mucho. A pesar de que nos damos cuenta, cada vezmejor, de la enorme importancia que la palabra tiene, por desgracia vivimos precisamenteen una época en la cual cada vez se habla más, se publica más, se escribe más y se dicemenos. Vivimos en una época en la cual abundan, y son ubicuos, los discursos vacíos.Pienso que si alguien se propusiera decir, en medio de un discurso serio, en forma deintencional caricatura, un discurso vacío, en cualquiera de las jergas que son hoy tancomunes (en la de la psicoterapia o en la de la política, por ejemplo), su clara alusión a loque tantas veces se oye, pasado un primer momento de desconcierto, llegaría a provocar unefecto humorístico. Basta abrir algún periódico y leer, en alguna crónica o en algunanoticia, el tipo de discurso que hemos denominado “vacío”, para que nos demos cuenta, enprimer lugar, de la diferencia que existe entre la información y el significado (la guíatelefónica, por ejemplo, está llena de información pero contiene menos significado que unabreve poesía de Borges). También nos daríamos cuenta de que muchas veces lainformación se repite innecesariamente y que otras veces el texto no contiene suficienteinformación ni significado, sino sencillamente un conjunto de palabras que, dado quetenemos “el oído hecho” a su combinación, caen muy bien cuando se juntan y nos dan lailusión de que se dice algo.Se cuenta que un día los hombres se juntaron en Babel, se pusieron de acuerdo yempezaron a construir una torre tan alta que llegaría al cielo; por lo cual Dios, sintiendoque esto era un pecado de soberbia, no encontró medio mejor, para dificultar esta obragigantesca, y al mismo tiempo arrogante, que disponer que los hombres ya no hablasentodos en la misma lengua. Así, de acuerdo con el mito, habrían nacido los distintosidiomas, y el caos de comunicación al cual hoy aludimos con el nombre “Torre de Babel”.Nos encontramos ahora frente a la alternativa de considerar que tener distintas lenguas sólofue una desgracia o, por el contrario, que representó la posibilidad de adquirir distintospuntos de vista y, por lo tanto, mantener diferencias enriquecedoras que tenemos queaprender a tolerar y resolver.101
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