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Fundación Luis Chiozza

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lo que sabemos acerca de su vida. Es cierto que las vicisitudes de una vida pueden iluminarel significado de su muerte, pero la inversa es igualmente cierta, porque tal como ocurre enel teatro con la caída del telón en el último acto, el modo en que una persona muere puedecambiar el significado que asignábamos al decurso completo de su vida. Hay algo deverdad, sin duda, en el proverbio italiano que sentencia: Un bel morir tutta la vita onora.Cada vida dispone de su propia muerte o, para decirlo de otro modo, cada muerte es unamuerte personal, porque pertenece a la vida de la persona (del “yo”) que esa muertefinaliza. En cada vida, señala Weizsaecker, lo que ya realizamos, tan irrepetible como vernacer un hijo, otra vez, “por vez primera”, configura lo imposible. Lo posible todavía, encambio, se encuentra dentro de lo no vivido. Mientras vivimos, es activo lo no realizado, loque no se ha vivido, aquello nuevo que refleja un futuro hacia el cual nos dirigimosmientras deseamos o tememos según el modelo de lo que ya ha sucedido. Hace ya algunosaños, pensando en este mismo tema, una vez escribí: “Por qué debo querer lo que ya hasido, si lo que ha sido ha sido sin querer; por qué entonces, frente al tiempo que se ha ido,finjo querer lo que no pudo ser”.Cuando morimos, nuestra vida ingresa entera en lo que ya fue realizado y es ahoraimposible. Cuando el alma de una persona se “desmonta” como se desarma un mecanismo,junto con las nostalgias y los anhelos que la constituían, la muerte que cierra su“expediente” suele arrojarnos bruscamente un inevitable balance. Entonces pensamos casisiempre (y con dolor) en lo no vivido, por más importante que sea lo que esa vida harealizado. En nuestra cultura, cuando muere un niño, la magnitud de lo no vivido sesimboliza en el sepelio con el color blanco. La idea de lo no vivido, que muchas veces nostortura en nuestra propia vida, suele asociarse con la representación de la muerte, hasta elpunto de que muchas veces hablamos de una muerte en vida para referirnos al sufrimientoque nos produce el vivir apresados en nostalgias y anhelos incumplidos. Recordemos alpoeta que señala: “Muertos no son los que en presunta calma la paz disfrutan de la tumbafría, muertos son los que tienen muerta el alma y viven todavía”.El dolor por lo que muereLa muerte de alguien que posee significancia en nuestra vida constituye el paradigma mástípico del proceso de duelo. En primera instancia, sufrimos su ausencia. Nuestro dolor seincrementa con la culpa que sentimos por lo que con esa persona hemos convivido pero,casi siempre, nos reprochamos sobre todo aquello que con ella no hemos convivido, con locual retornamos a la idea del dolor por lo ausente, por lo que no se ha realizado, por lo queno nos ha ocurrido. Sin embargo, una consideración más atenta del proceso de duelo nosconduce a una inevitable conclusión. Lo que nos duele existe, como existe el alfiler quenos pincha, y cuando nos duele una ausencia, lo que nos duele es la actualidad del recuerdoque nos señala (nos reactualiza) una carencia igualmente actual, una carencia cuyainsatisfacción nos descompone en la intimidad de nuestros órganos, una carencia que,según pensamos, desaparecería con la presencia de lo que recordamos y no desaparece conla presencia de aquellos con los cuales convivimos. Algo similar nos ocurre con lo novivido, porque lo que nos duele surge de que no logramos satisfacernos con lo que estamosviviendo. El hecho de que el dolor por una ausencia coincida con la insatisfacción atribuidaa una presencia nos permite comprender aquellos casos en los cuales se desea morir comouna forma de poner término a un sufrimiento actual insoportable. Porque en esos casosvemos que desaparece la significancia de lo ausente o la importancia de lo no vivido. ElPrometeo encadenado, que (de acuerdo con lo que señala Sechan) ha comenzado diciendo:“qué puede temer el que está exento de morir”, exclamará más adelante: “con ardientedeseo de morir busco un término a mis males”. A veces el deseo de una muerte inmediata96

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