Del mismo modo que una herida superficial que no se infecta cicatriza normalmente enunos siete días, el proceso que llamamos duelo, cuando nada lo complica, suele duraraproximadamente unos dieciocho meses. De más está decir que hoy, al menos en nuestracultura, lo que más abunda es el hecho de que una perturbación alargue el duelo durantemuchos años. Podríamos hablar de duelos “infectados” que conducen a cicatrices que, devez en cuando, duelen, porque las perturbaciones habituales que los contaminan secontagian, en el seno de una cultura, como si se tratara de microbios. Es muy conmovedor,cuando se contempla la manera en que una vida se realiza, como lo hacemos por ejemplodurante una patobiografía, percibir que el proyecto que esa vida eligió para “zafar” de unduelo no le alcanzará para vivir con un bienestar razonable más que unos pocos años. Y loque más conmueve es la certeza de que, cuando eligió espontáneamente su camino,ignoraba las condiciones y los plazos del “contrato” que estaba subscribiendo. Hay“decisiones” que se toman muchos años antes de que se manifieste su efecto.A pesar de que, entre psicoterapeutas, se suele hablar mucho de lo importante que es hacerbuenos duelos, a menudo pasa desapercibido el hecho de que no es frecuente que losduelos se realicen bien y también la cuestión de que, implícitamente, se piensa en el duelocomo en un proceso antipático, unilateralmente penoso, que habrá que realizar “algún día”,como un trabajo postergado que nos ha quedado sin hacer, como una asignatura pendiente.Un duelo es, en primera instancia, un dolor, y hay una cierta tendencia que nos conducehabitualmente en la dirección contraria: evitar el dolor. Como dice el proverbio italiano:una cosa è parlar di morte e un’altra cosa è morire. Subrayemos otra vez, por suimportancia, que mantenernos apartados de ese tipo de dolor implica sostener unpermanente esfuerzo cotidiano que debe desalojar constantemente lo que constantementeretorna. Un esfuerzo que crece con los años, en la medida en que los duelos postergados semultiplican, y que nos empobrece para otros rendimientos. En la primera fase del duelo,cuando el dolor es muy fuerte, la negación, durante un tiempo breve, además de ser“normal”, no nos parece dañina. Comprendemos sin muchos titubeos que una madre, al díasiguiente del sepelio de su hijo, ponga el cubierto de ese hijo en la mesa cuando sirve lacena. Cuando la negación, en la siguiente fase, no puede mantenerse y se deshace, el dolorarrecia y los recuerdos, frecuentemente hipernítidos, nos asaltan. La angustia, la desolacióny el dolor van cediendo lentamente para hacerle un lugar a la tristeza, mientras que losrecuerdos, uno por uno, se “gastan”, porque nos acostumbramos a ellos y dejan dedolernos. Por fin, un buen día descubrimos de nuevo la existencia del mundo y, superandolos sentimientos de culpa por haber triunfado sobre la muerte cercana, nos reencontramoscon la alegría de vivir. Podemos hacer duelos frente a la pérdida de personas queridas, ofrente a la pérdida de situaciones, circunstancias, grupos o lugares a los cualespertenecemos, como suele suceder con los cambios del país de residencia. Tambiénpodemos hacer un duelo por lo que creíamos ser y no somos, o por lo que creíamos poder yno podemos. En todos ellos, nuestro dolor por la pérdida que configura una ausencia surge,como es obvio, de la insatisfacción actual que atribuimos precisamente a esa ausencia. Estambién evidente que, como ya dijimos, cuando nuestra actitud habitual nos lleva apostergar los duelos a medida que transcurre la vida, aumente peligrosamente la cantidadde duelos que tenemos pendientes. Digamos por fin que el duelo, por bien que se hayarealizado, dejará un remanente de tamaño variable que lo convertirá en permeable para loque un amigo mío llamaba “el síndrome de la primera vez”. Se trata, en esencia, de quehabiendo ya transcurrido la fase del duelo en que el dolor se atempera, la herida se reabrecada vez que volvemos “por vez primera” a lugares o a fechas que nos despiertanrecuerdos.118
La complicidad con el pretextoEn el reconocimiento de la crisis biográfica actual que atravesamos se nos presenta, comoya dijimos, una primera oportunidad para emprender un camino que preserva la salud,antes de ceder a la tentación de continuar progresando en el camino, menos doloroso y másfácil, que, postergando el duelo, nos aproxima a la enfermedad. Se trata de enfrentarauténticamente el dolor que constituye un duelo, soportando los sentimientos de culpa y lahostilidad que muchas veces nos animan, pero sobre todo desconfiando de la historia quetenemos armada acerca de las razones que nos hacen sufrir. Si es cierto que necesitamosdescubrir el texto de una diferente historia, es también cierto que debemos atrevernos acuestionar todos los textos previos, los pretextos que nos han conformado.Si una persona sufre, por ejemplo, crisis nocturnas en las cuales percibe sus palpitacionescardíacas con un ritmo acelerado, y esto la conduce a consultar a un cardiólogo, es posibleque reciba el diagnóstico de que padece de una taquicardia paroxística; y si los exámenescomplementarios no arrojan resultados anómalos, probablemente será interpretada comouna crisis neurovegetativa que se relaciona con las emociones y con un estado denerviosidad. Entre las modificaciones en las funciones fisiológicas que el miedo produce,está la diarrea, el aumento de la frecuencia en el ritmo de la respiración, el temblor, lapalidez del rostro, la dilatación de las pupilas, el aumento de la sudoración, la erección delos pelos y también la taquicardia. Todos estos fenómenos, cuando se presentan juntos,más las sensaciones que por experiencia propia sabemos que los acompañan, configuran elafecto que denominamos “miedo”. También sabemos que, cuando una persona necesitaignorar el miedo que le ocurre, puede descargar la energía que excitaba todas esasfunciones en una sola de ellas, que adquiere de este modo una intensidad inusitada, peroque así se convierte en un representante, equivalente del miedo, que no será reconocidocomo tal. Si la persona que sufre la taquicardia paroxística, a pesar de todo, a veces sientemiedo, no dirá que el miedo se manifiesta en las palpitaciones, dirá que las palpitaciones leproducen miedo. El pretexto de la segunda historia oculta el texto de la primera, y elmotivo del primitivo miedo permanece ignorado, aunque, claro está, la ignorancia que semantiene reprimiendo la intensidad y la cualidad de un sentimiento, tanto como susmotivos, no se sostiene sola, sino que, por el contrario, exige un esfuerzo (de desalojo,decía Freud) permanente, que entretiene y gasta una parte, frecuentemente grande, de laenergía vital.Solemos atribuir a los médicos la responsabilidad por muchos de los errores quecometemos, con respecto al tratamiento de nuestra enfermedad, pero debemos admitir quesolemos elegir médicos o psicoterapeutas que funcionen acordes con los conceptos que,acerca de nuestra enfermedad, nos hemos formado. A veces las ideas que tienen consensonos ayudan a cuestionar esos conceptos mediante una tarea que tiene todas lascaracterísticas de una buena educación sanitaria, y otras veces su complicidad contribuyepara que permanezcamos atrapados en actitudes que sostienen nuestra enfermedad, porque,como es natural, muchos de los mejores desarrollos que la medicina o la psicoterapia hanlogrado demoraron muchos años en adquirir la aceptación del consenso. Entre las ideas quehoy contribuyen a que los enfermos persistan en actitudes perjudiciales y erróneas,podemos mencionar algunas. Se suele pensar, por ejemplo, que el camino de lapsicoterapia es demasiado laborioso, comprometido y largo, olvidando que elentrenamiento deportivo, el aprendizaje de un idioma diferente de la lengua materna o lacapacidad para “tocar” un instrumento musical exigen un recorrido semejante al que puede119
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