al servicio de la supervivencia. Esto último puede decirse de un modo cercano a nuestraexperiencia emocional cotidiana, afirmando, como lo hicimos ya en otras ocasiones, que lavida de uno mismo es demasiado poco como para dedicarle, por completo, nuestravida. En otras palabras: nuestra vida, privada de nuestra vocación de trascendencia,privada de su valor espiritual, no logra otorgarse a sí misma, sólidamente, un sentido.Creo que los famosos versos: “Vivir se debe la vida de tal suerte que viva quede en lamuerte”, lejos del deseo primitivo, simple, sin espesor espiritual, que se expresa comodeseo de inmortalidad, aluden precisamente al valor espiritual de la trascendencia.Cuando decimos que la vocación de trascendencia puede ser descrita como la función deun verdadero “órgano” cultural que, en cada individuo, apunta y pertenece a una vidaespiritual “comunitaria”, deseamos subrayar el hecho de que su incumplimiento, comoocurre con el incumplimiento de toda función orgánica, atenta contra el logro de undesarrollo saludable. La crisis de los valores morales que, en opinión de muchos,caracteriza a nuestra época, acerca de la cual suele decirse que es exageradamenteindividualista, materialista y prosaica, una época que idealiza el placer y considera eltrabajo como una antipática necesidad, una época que transforma la amistad en unarelación de conveniencia (para configurar lo que suele llamarse una persona“relacionada”), puede ser vista, desde este ángulo, en toda su gravedad, si la contemplamoscomo una crisis cultural que puede ser representada, metafóricamente, como el déficit deun aparato funcional orientado hacia la trascendencia. Dicho en palabras más simples: lacultura es inseparable de un desarrollo saludable. La carencia de cultura en una persona oen una comunidad configura un defecto espiritual que disminuye su posibilidad de vivir enla plenitud de su forma, y la disminuye en una medida que es proporcional a la magnitudde esa carencia.El malestar en la culturaFreud escribió un libro, El malestar en la cultura, en el cual sostiene que todo lo quedenominamos cultura se edifica sobre una renuncia a la satisfacción de las pulsiones quedeterminan los deseos. En un pequeño artículo (Sobre la conquista del fuego) afirma que elhombre primitivo accede al progreso cultural cuando logra mantener el fuego encendidorenunciando al placer de apagarlo con orina. Más allá de si parece o no verosímil que eseepisodio haya existido concretamente en el pasado, el acto indudablemente simboliza elproceso por el cual una cultura sólo puede nacer como un rodeo, indirecto y más complejo,de lo que implicaría la satisfacción de una tendencia por el camino más corto. Cuando undeseo instintivo transforma sus fines para que funcionen en beneficio de la sociedad,decimos que se ha sublimado, de modo que la cultura, en la medida en que trasciende alegoísmo del individuo, coincide, como proceso implícito en la idea de “cultivo”, con lasublimación; pero cuando la vemos como la “cosecha” de ese cultivo, es también unproducto de la sublimación.Cae por su propio peso el hecho de que las razones por las cuales se renuncia a lasatisfacción “directa” han de ser fuertes, de modo que la cultura, como el pensamientomismo, es siempre un desarrollo que nace impulsado por la necesidad de resolver unadificultad. Sostener entonces, como a veces se hace, que la cultura se opone a lasatisfacción del deseo es un malentendido que simplifica la cuestión y la conduce a lo queFreud describe como malestar en la cultura. No cabe duda de que la tradición, la religión,64
la civilización o las normas que configuran una sociedad son formas de una cultura y quefuncionan obstaculizando casi siempre la directa satisfacción de los deseos. Pero lasformaciones culturales se oponen sólo en apariencia a la verdadera realización de losdeseos, ya que intentan alcanzarla por el mejor camino que la realidad permita, lo cualfrecuentemente supone un rodeo, una postergación y un esfuerzo. Es en este punto dondese crea frecuentemente una situación muy penosa, en cierto modo paradojal, en virtud de lacual nos sentimos agredidos precisamente frente a las personas que se disponen paraayudar a nuestros fines por el único camino en que tales fines pueden realizarse. Estossentimientos, que solemos llamar “de persecución”, y que son en este caso injustos, suelenser a pesar de todo obcecados e intensos, porque los sostiene el desagrado que unadeterminada realidad nos produce. Los deseos nos conducen muchas veces a rechazar lasimposiciones de la realidad como si fueran normas que nos imponen determinadaspersonas del entorno, se trate de padres, educadores, amigos, cónyuges, abogados,contadores, médicos o psicoterapeutas. De manera que lo que comenzamos describiendocomo un malentendido (la pretendida oposición de la cultura a la satisfacción del deseo),malentendido que condujo a una situación paradojal (en la cual sentimos la ayuda como sifuera un perjuicio), se revela ahora también como falacia. Una falacia por la cual seatribuye, por ejemplo, una intención aviesa a un acto que carece de la pretendida malicia.La historia es antigua: Prometeo encadenado, en la versión de Esquilo, rechaza conargumentos similares los consejos amistosos de Océano.La cultura como saber, como deber y como poderSe suele sostener, desde un punto de vista filosófico, que la realidad es un territorio quepercibimos incompletamente, pero esto, a pesar de ser muy importante, no es la puertaprincipal por la cual entra en el campo de trabajo de un psicoanalista la realidad. Para unpsicoanalista la realidad es, en primera instancia, lo que se opone al cumplimiento deldeseo en los términos de tiempo y forma con los cuales ese deseo ha sido concebido, pero,en segunda instancia, la realidad es la que condiciona justamente el tiempo, la forma y elgrado en que un deseo puede ser “realizado”, que es lo mismo que decir verdaderamentesatisfecho. Cuando decimos, entonces, que la rama que se dirige hacia la luz, crece en ellugar que le permite el muro, aludimos a que busca el camino de su posibilidad, en lugar deinsistir, torpe y obcecadamente, en una línea recta que la enfrentará con el fracaso. Lacultura, como actividad y como proceso, es un ingenio, un invento consustanciado con larealidad. Un ingenio que, valorando la experiencia, se dirige a la realización de un deseoque no parece posible, accediendo a la realidad por un camino que el deseo nunca imaginó.Un ingenio cuyo fin no se agota en el logro de un desarrollo emprendido, sino que alcanzael propósito de que la experiencia adquirida perdure y se transmita en el ámbito de unacomunidad.La adquisición de cultura, a despecho del malestar sustentado en el equívoco de que seopone a los deseos, constituye en lo fundamental una adquisición de poder. Se trata de unpoder que se trasmite, en esencia, bajo la forma de un saber que en definitiva constituye elinstrumento para un logro. Resulta pertinente recordar aquí que el saber, en opinión de losantiguos, puede adquirirse de tres maneras distintas. Hay un saber que se obtieneescuchando lo que se dice (scire), otro que proviene de lo que se saborea (sapere) y, porfin, un tercero que surge de lo que se experimenta (experire) repetidamente. El primero sevincula al cerebro como representante del intelecto, el segundo al corazón que representalos afectos, y el tercero al hígado como representante del proceso por el cual se65
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