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Fundación Luis Chiozza

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hada, lo salva, lo absuelve, le sonríe, lo bendice y se queda con él. Como dice Trilussa: “laprimera esperanza es siempre aquella de ser comprendido por una mujer bella”.La decepción y la esperanzaEse juez que nos condena, y que, para certificar nuestra culpa, nos atrae hacia su juzgadocon fuerza irresistible, a pesar de la premonición que nos advierte que saldremosmalparados, reaviva en nuestro ánimo la envidia, los celos y la admiración, frente a laimago de otras personas, inocentes y benditas, que se estiman a sí mismas. Con ese juezque no es otro que un íntimo personaje de nuestra propia historia, tenemos un diálogo queno cesa con su muerte en el mundo. Es un diálogo inconcluso, interminable, que pierdecontinuamente su camino de palabras y, sin embargo, no pierde la motivación que nosimpulsa, una y otra vez, a reiniciarlo con los nuevos argumentos que nuestro ingenio(inútilmente) continuamente produce. Todo cuanto se ha dicho acerca de la pérdida delsentido de la vida, o del llamado “vacío existencial”, puede entenderse como la efectividadde su condena, que se sustancia en demostrarnos que no somos dignos de su amor, no nosestima, no nos valora y no nos necesita. Su maldición dice eso, y el mismísimo infierno espreferible, como continuación del diálogo, a la presunción horrible de que ya no seremosescuchados precisamente por aquellos que más nos importan. En la película Un hombre defamilia vemos algo similar dramatizado en un solterón rico, poderoso y exitoso, rodeado detodo el confort material que podría desearse, que en el día de navidad, perdido en unaNueva York de fiesta, se siente desolado. Se ha dicho, lúcidamente, que el drama de lavejez no consiste en la invalidez que nos lleva a necesitar de los otros, sino en laconstatación cotidiana de que los otros nos necesitan cada vez menos, y que ya no cuentancon uno cuando arman sus proyectos. Las representaciones abundan: se suele hablar, en elcaso de la madre cuyos hijos se casan, del síndrome del “nido vacío”; también se suelehablar de ocupar el asiento de atrás de un automóvil que ya no se conduce o, en los casosmás trágicos, de los ancianos que, en el internado geriátrico, moribundos, tardandemasiado en morir y ya no se los visita. Se comprende entonces que Víctor Hugo hayadicho, según lo afirma Todorov, “comencé mi muerte por soledad”, porque ¿qué otra cosaque no sea la desolación puede explicar la perdida completa de los proyectos que sustentanlas ganas de vivir? Conviene prestar atención, sin embargo, a que detrás de todas estasrepresentaciones de una misma tragedia se oculta un gran malentendido. La tragedia noproviene de que no haya ninguno, lo que se dice nadie, conviviendo con uno; elaislamiento no es lo que nos daña, porque es imposible; la tragedia consiste en queponemos nuestro afecto, exclusivamente, en quien ya no nos mira. El lenguaje coloquialposee una expresión, “se hace el interesante”, para referirse a quien adopta la posición de“establecer una distancia”. La sabiduría popular reconoce de este modo la circunstanciafrecuente por la cual aquel que “no nos mira” se vuelve “interesante”.La desolación, en su peor momento, conduce a la desesperación. La existencia delproverbio que dice que el que espera desespera señala que la espera, en la medida en que seprolonga, va minando la confianza. La desesperación es el producto de una espera que haperdido su confianza. También se suele decir que la esperanza es lo último que se pierde, oque mientras hay vida hay esperanza, lo cual parece sugerir la idea de que la esperanza es,frente a la desesperación, el último recurso. Pero incluso (lo que resulta más importantetodavía) que la desesperación absoluta, sin esperanza, es incompatible con la vida.Recordemos la frase de Caronte, el barquero que conduce las almas al infierno en Ladivina comedia: “dejad toda esperanza, vos, que entrais”, lo cual equivale a decir “dejad153

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