solamente extraemos, para reforzar argumentos, el trozo de la hoja que, según lo quepreferimos creer, nos conviene más. Así, cuando un matrimonio se separa, por ejemplo,suele ocurrir que una misma heladera conste, en los libros que cada uno “lleva” connaturalidad inconciente, asentada como una pertenencia propia, aunque en la realidad delmundo no exista la posibilidad de multiplicarla por dos. Mayores son los peligros de esacontabilidad que no cierra cuando se refiere a cuestiones complejas que involucran valoresespirituales que son cualitativos, como sucede, por ejemplo, con “mi hijo” en los logros y“tu hijo” en los fracasos, o cuando me atribuyo los méritos y te atribuyo los defectos deltrabajo que hicimos en colaboración (muchas veces para tapar mi creencia de que esprecisamente al revés). Llegamos de este modo a la conclusión de que examinarperiódicamente, con espíritu de veracidad, la contabilidad que “en silencio” llevamos y,más aún, procurar contrastarla con la que el otro lleva, poseen una enorme importancia enla salud de un vínculo y evitan los sinsabores que muy frecuentemente se dan, más tarde omás temprano, con especial virulencia, en las convivencias íntimas.Entre los libretos argumentales que sustentan los criterios de nuestra contabilidad, hayalgunos que provocan discrepancias clásicas. Mientras un marido piensa, por ejemplo, quesu mujer debe contribuir sustancialmente a la manutención del hogar y ocuparse, además,de las tareas domésticas, la mujer puede pensar que corresponde al marido solventar todoslos gastos de la casa en la cual conviven. Ella sólo debe solventar con su trabajo, si quiere,algunos gastos personales y, en cuanto a las tareas domésticas, piensa que las deberíanrealizar ambos alternadamente. Entre padres e hijos encontramos similares discrepanciasde libreto. Mientras que algunos progenitores piensan que los hijos deben ayudar al padreen su trabajo y acompañar a la madre tanto cuanto ambos padres necesiten, algunos hijosque no se sienten adultos piensan que los padres les deben casa, comida, vestimenta,atención personal, atención de su salud, servicio de cuarto y de lavandería, más algúndinero para gastos, durante todo el tiempo que sea necesario. De más esta decir que lasdiscrepancias de libreto no son el producto de ingeniosas construcciones personales,algunas provienen, en esencia, de la educación infantil y otras se nutren en las distintasasignaciones de valores que caracterizan nuestra época. La ubicuidad actual de talesdiscrepancias tiende a convertir el escenario donde la convivencia transcurre en procura deuna mayor intimidad, en un verdadero campo de trabajo cotidiano que se parece, por sucaracterística de lidiar contra los prejuicios y los hábitos, a lo que sucede en unentrenamiento. Podría resumirse en una frase que se oye frecuentemente: “hay queaprender a convivir”.La forma en que los amigos se pierdenNo cabe duda de que, si de aprender a convivir se trata, no es un asunto sencillo. La solaenunciación de la frase y su comienzo, “hay que”, revelan el intento de una resignaciónque se acompaña de una cierta penuria. Cuando hay muy buenos motivos que apoyan lapersistencia de una convivencia estrecha particular y, al mismo tiempo, se piensa que hayque aprender a convivir, es porque abundan las circunstancias en que esa convivenciairrita. Si pensamos en un matrimonio, por ejemplo, que ha llegado a ese punto,observaremos que uno de los primeros intentos del “aprendizaje” surge de un propósitoloable: buscaré aproximarme a tu modo de vivir mientras que tú procurarás aproximarte almío. Sin embargo, cuando esto no conduce a una verdadera transformación de los estilos,suele ingresar en el territorio de una compensación: tú me acompañarás a ver elespectáculo que yo disfruto y a ti no te interesa, y luego yo haré lo mismo por ti, en la162
situación inversa. De este modo, ambos disfrutarán “en compañía” de aquello que lesplace, pero pagando el precio de aguantar un disgusto equivalente. Es claro que se podríaarmonizar mejor compartiendo solamente las cosas que los dos disfrutan, pero esto sóloserá posible admitiendo por lo menos una de otras dos condiciones. La primera consiste enrenunciar a todo aquello que no puede ser compartido; la segunda es aceptar, sin sentirseabandonado, que cada uno disponga de un espacio propio en el cual pueda hacer, sin queja,sin reproche y sin culpa, aquello que le place y que el otro no disfruta. La cuestión, paracolmo, suele complicarse por el hecho, ya mencionado, de que la contabilidad quehacemos acerca de “tus esfuerzos y los míos” no suele coincidir. Cuando la cuestión llega aun punto semejante entre cónyuges, entre amigos, entre socios o entre hermanos, sueleevolucionar hacia un distanciamiento sin que se pueda establecer casi nunca quién lo hacomenzado.Se ha dicho, con cierto cinismo, que los amores eternos se veían en las épocas en que lagente moría muy joven. Ahora que la gente que envejece es mucha, nos encontramos conun fenómeno que invita a la reflexión. Se ha repetido innumerables veces que, cuando seingresa en la llamada tercera edad, en la cual la mayoría de los proyectos materiales ya sehan concretado hasta un punto que no parece probable que se pueda superar en el futuro, ylos hijos ya crecidos se alejan, si se carece de un proyecto espiritual auténtico,frecuentemente se cae en lo que se suele denominar “vacío existencial”. No se ha señaladoen cambio suficientemente que en esas circunstancias se suele pensar que aumentando “ladosis” o la calidad de la práctica genital se le podría encontrar otra vez un atractivo a lavida. De más está decir que ese deseo inauténtico de genitalidad explica la frecuencia conque los hombres quieren “mejorar” la erección que expresa el grado que alcanzan susganas verdaderas, y el difundido consumo actual de drogas como el viagra. No cabe dudade que la genitalidad, en condiciones saludables, es una de las mejores formas de convivirel placer, y que, además, el grado de intimidad que se puede disfrutar en la cama antes ydespués del acto genital concreto, es, casi con seguridad, insustituible. El acto genital, loque hoy se dice “tener sexo”, es un poderoso “atractor” y una usina que genera losimpulsos que sostienen muchas de nuestra metas en la vida. Pero tampoco cabe duda deque el ejercicio de la genitalidad no es la vida entera, que no alcanza para orientar porcompleto su sentido y que, menos aún, se puede usar para sustituir todo aquello que en unavida falta. Aunque un cierto grado de creatividad (o incluso de trascendencia) se puedesatisfacer en el acto genital concreto, basta con mirar los grabados que pueblan los murosdel templo de Khajuraho para constatar que, en lo que respecta al acto mismo, lagenitalidad no ha inventado nada en más de un milenio. Señalemos, por fin, que si bien losimpulsos genitales generan la inclinación del ánimo que conduce hacia la formación de esaconvivencia superlativamente íntima que une dos vidas con el deseo de que sea “parasiempre”, las relaciones genitales, aunque sin duda son muy importantes, no alcanzan paraperpetuarla. A medida que transcurren los años vamos descubriendo que esa forma delafecto que denominamos cariño (y que según nos enseña el psicoanálisis se constituye conlos impulsos sexuales coartados en su fin) es uno de los ingredientes fundamentales de loque llamamos amistad. El otro consiste en la posibilidad de compartir recuerdos yproyectos. No cabe duda entonces de que, cualquiera sea el tipo de convivencia íntima quehayamos estrechado, se trate de un matrimonio, de una relación entre padres e hijos, dehermanos o de colaboradores, el futuro y la perduración de ese vinculo dependerá a lapostre del grado de amistad que en esa convivencia hayamos contraído. La amistad, en sudoble condición de cariño y de recuerdos o proyectos compartidos, es la sustancia mismade la convivencia íntima, ya que no sólo forma parte de todos los tipos de intimidad quepodemos convivir, sino que, dentro de esa convivencia, es “el atractivo” que la ocupa y lasostiene la mayor parte del tiempo.163
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UNOEl camino de los sueñosDiscépo
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