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Fundación Luis Chiozza

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al vivir, también, en parte, sucede porque colaboramos con eso, porque los vemos y hastalos “fabricamos” así.Tal como lo revela el mito de David y Goliat, es cierto que tarde o temprano el hijo puede“matar” al padre de innumerables maneras, la mayoría de las cuales son desplazamientossimbólicos, representantes de una lucha sangrienta que ocurre en el mundo interno, pero nocarecen por eso de efectos, sobre hijos y padres, que son reales y que a veces son muyimportantes. Cuando esto sucede, como ya lo hemos dicho, nace de una rivalidad que sesostiene en un malentendido acerca de un falso privilegio del padre, que ubica a padres ehijos en un mismo nicho ecológico, como si compartieran necesidades iguales. De más estádecir que se trata de un malentendido entre padres e hijos en el cual casi siempre participanambos, y que su desenlace es una verdadera desgracia que deja a muchos hijosprematuramente “huérfanos” de la función paterna y priva dolorosamente a muchos padresde la posibilidad de dotar a sus hijos, destinándoles la “dote completa” de la sabiduríapaterna que “por herencia” les correspondería. Duele ver qué poco en nuestra sociedad loshijos aprovechan la experiencia de los padres y los padres disfrutan que sus hijos progreseny puedan llegar a superarlos. La vivacidad, la rapidez, la memoria, la atención, quecaracterizan la inteligencia de un joven, contrastan con la experiencia, la profundidad y lasagacidad del hombre añoso.Nos encontramos aquí con otra forma del “robo”, porque el hijo que frente a su padretiende siempre a decir “déjame a mí”, se equivoca y le quita al padre tanto como el padrese equivocaba y le quitaba al hijo cuando en su momento no lo dejaba hacer. La cuestiónno es sencilla, porque también es posible equivocarse al revés, dejando a un hijo o a unpadre que se arreglen solos cuando el primero todavía no puede y el segundo no puede ya.Padres e hijos sólo pueden ser rivales en virtud de un malentendido, y cuando esemalentendido se disipa, ambos se convierten, recíprocamente, en colaboradoresinestimables en la suprema ingeniería de vencer las dificultades que separan a nuestrossueños de su realización.Mark Twain escribió que a los ocho años pensaba que su padre era un ídolo, que a losdieciocho pensaba que era un idiota, y que tuvo que llegar a los ochenta para comprenderque era un hombre. Aunque parezca paradójico, aceptar internamente a nuestros padres“como son” es transformarlos, dentro y fuera de nosotros, en todo lo bueno que podránllegar a ser. En la relación con nuestros padres hay un tema que no goza de mucha simpatíay esto sucede, según creo, en virtud de un malentendido. El tema es la obediencia, y elmalentendido consiste en confundir cualquier forma de obediencia con una sumisiónperjudicial que atenta contra la libertad como derecho de una identidad individualsaludable. “Obedecer” es cumplir con la voluntad de quien manda, de modo que cuandoobedecemos aceptamos un mandato. Dejando de lado las formas de la obediencia en lascuales se constituye como un sometimiento, es decir, como una sumisión dañina, podemosreconocer en ella tres maneras en las cuales funciona bien.La primera funciona como una obediencia que no genera conflicto. Es automática y esinconciente, como lo son innumerables funciones del cuerpo. Predomina en el niño, en unaépoca de la vida en la cual la dependencia es muy grande y se carece de muchísimosprocedimientos de acción eficaz en la satisfacción de necesidades que son esenciales. Nocabe duda de que una parte, grande o pequeña, de esa manera del obedecer “normal”41

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