ofrecerle. Es claro que, durante los años de inmersión en su familia, incorpora un caudalmucho menor de las capacidades de convivencia necesarias para vivir en un mundocomplejo y zarandeado por una profunda crisis de valores. Si además ocurre que no logracontinuar su aprendizaje sociocultural en el entorno extrafamiliar, su “adultez” precozfuncionará como una carencia de flexibilidad que puede llegar a comprometer, en larealidad cambiante de nuestros días, su posibilidad de alcanzar una capacidad creativa yuna vejez en forma, precipitándolo en la rigidez de una vejez en ruinas.Los hijos adultosSiempre que pensamos en la función de padres pensamos, casi sin darnos cuenta, en loshijos niños, pero la experiencia nos muestra que las funciones parentales duran lo que durala vida y que también tendremos que ser padres de adultos. Dado que, mucho antes de quenuestros hijos dejen de ser niños, nosotros hemos sido, frente a sus ojos infantiles, hijosadultos en relación con nuestros propios padres, es importante comprender que le hemosimpartido, mediante el ejemplo, una enseñanza “fuerte” acerca de una forma en la quepodrán ser hijos adultos.En la época en que los hijos son adultos sucede que los padres “pesan” sobre los hijos tantocomo los hijos sobre los padres. A medida que se vive y se crece, a medida que la vida nosdiferencia, si queremos seguir siendo amigos de nuestros amigos y cónyuges de nuestroscónyuges, si queremos seguir encontrándonos con nuestros hijos, deberemos aprender atolerar ese “peso” que unos ejercemos sobre otros. Pero también debemos aprender atolerar que nuestro contacto con nuestros hijos no sea tan íntimo ni tan cotidiano. Laexperiencia muestra que los padres y sus hijos adultos, aunque continúen queriéndoseentrañablemente, podrán acompañarse en determinadas ocasiones, o visitarseperiódicamente, pero no se verán con la frecuencia con que lo hacían antes. Tambiénsucederá que muchas veces no coincidirán en su deseo de abordar ciertos temas, y que sunecesidad de hablar sólo surgirá espontáneamente si logran compartir un tiempo suficientede silencio (como suele suceder entre los que aman la pesca) en la espera de la palabraoportuna.Los hijos adultos se parecen a los amigos que uno verá de tanto en tanto. Debemosaprender a tolerar que a veces crean que no nos necesitan, y que otras veces no nosnecesiten de verdad, pero no alcanza con esto. Si al caminar por un desierto, heridos ofatigados, tuviéramos que apoyarnos en los hombros de algún amigo más fuerte,deberíamos hacerlo del modo que lo incomodara menos. Algo similar tal vez sea loprimero que deberemos aprender como padres de nuestros hijos adultos, como acomodarnuestras vidas para pesarles poco. Es cierto que, despojándonos de falsos orgullos, nodebemos ocultarles a todo trance nuestras debilidades, o nuestras penurias, y si esnecesario debemos permitir que nos cuiden, ya que, en la medida en que nos aman y sonnuestros hijos, eso forma parte de su derecho. Pero es necesario que sepamos evaluar hastaqué punto no invadimos sus vidas. Cuando el encuentro entre padres e hijos, lejos de ser elproducto de un genuino deseo, ocurre motivado por el deber y los sentimientos de culpa, esfrecuente que cada visita constituya una mal disimulada tortura en el cual unos y otros seesfuerzan por mantener un diálogo que se vuelve ficticio e incómodo.En el momento en que morimos estamos dando a nuestros hijos nuestra última lección.38
Podemos decir entonces que la forma en que morimos completa la educación que lesdamos. Hay padres que mueren de una manera que, sin duda, es torturante y sádica, y otrosque en su modo de hacerlo expresan su amor por los hijos. Entre ambos extremos existencombinaciones diversas y cada una de ellas es el producto de motivos diferentes ycapacidades distintas. Hay maneras más fáciles y maneras más difíciles de morir, y cuandotenemos conciencia de que estamos muriendo, podemos aceptar mejor o peor que“soltaremos la mano” de los seres queridos que continuarán viviendo. Como ocurre en elteatro, donde muchas veces recién comprendemos el significado de una obra cuando cae eltelón, el proceso, corto o largo, que denominamos “morir” puede, como el último acto deuna vida, llevarnos a contemplarla en su conjunto de una muy diferente manera. No cabeduda, entonces, de que la forma en que los padres mueren deja profundas huellas en elmodo de sentir, en el modo de pensar y en el modo de actuar de los hijos.La evolución de la familiaHablando en términos que son esquemáticos, al mismo tiempo que la humanidaddesarrollaba una nueva concepción acerca de la existencia de los individuos y su derechode propiedad e identificaba la paternidad de los hijos, surgía la forma de convivencia quedenominamos “familia”, junto con la organización social de un Estado-nación. Tal como loseñala Levi Strauss en su libro Las estructuras elementales de parentesco, la necesidad deobtener ayuda para el cultivo de las tierras condujo a establecer lazos matrimoniales entredistintas familias que, de este modo, y engendrando muchos hijos, crecían lo suficientecomo para constituir una fuerza laboral. Así nació la llamada “familia agrícola”, que secaracterizaba por una organización en la cual, por necesidades de trabajo y de defensaterritorial, vivían en un mismo ambiente, y constituían un mismo microclima social, nosolamente padres e hijos, sino también abuelos, tíos, nietos, sobrinos, cuñados y primos.Este tipo de familia grande conviviendo dentro de un mismo predio perduró más allá de lasconcretas necesidades agrícolas, configurando vínculos parentales, costumbres y estilosque predominaban hasta hace sólo cien años atrás y que tuvieron una enorme influencia enla educación de los hijos. Podríamos decir, a manera de símbolo, que en esas familiasexistía un “sillón del abuelo” ocupado por un anciano que gracias a la conservación de susfacultades mentales y a la sabiduría adquirida era digno del respeto que le otorgaban susallegados. Creo que los abuelos y abuelas acerca de los cuales suele decirse que consienteny malcrían a los nietos, representan la deformación de una antigua e importante funciónque cumplían (a pesar de los celos de padres y madres) como mediadores, moderadores eintermediarios justos y sabios en los conflictos surgidos entre padres e hijos.Los cambios en las actividades económicas de las sociedades condujeron a que la familiaagrícola fuera progresivamente sustituida por la llamada “familia industrial”. No sóloporque los jóvenes desarrollaron, cada vez en mayor proporción, sus actividades laboralesfuera del ámbito familiar, sino también porque frecuentemente sus mejores oportunidadesde trabajo condicionaron el traslado de su residencia a ciudades más o menos lejanas desus lugares de origen. La familia industrial, a diferencia de la agrícola, ha restringido laconvivencia (en la época de “el casado casa quiere”) a una familia “tipo” constituida porun matrimonio con sus hijos pequeños, generando vínculos parentales y costumbresdiversas que influyen indudablemente en el modo de educar a los hijos. Aunque resultainquietante decirlo, existen indicios muy claros de que nos estamos acercando a una nuevatransformación de la organización social. De acuerdo con las estadísticas citadas en elprimer tomo del libro Megatendencias, publicado hace ya varias décadas, la familia típica,39
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