modos en que transcurrirá más tarde la relación entre padres e hijos, que ocurre con amor,con hostilidad y hasta con odio, con armonías y con luchas inevitables que muchas vecesse asocian al amor, como es el caso de las acciones motivadas por los celos o por el deseode imponer al otro un proceso que, según se piensa, en definitiva “es por su bien”. No nosengañemos, entre padres e hijos debe ocurrir casi todo lo que se hace con la vida y, en esecasi todo, está implícito también discrepar y pelear. Cuando esto sucede, es necesario saberque la pelea, aunque alcance muchas veces la apariencia del juego, es en serio. “En serio”no significa aquí que “la sangre deberá llegar al río”, significa evitar incurrir en la ficciónde negar su importancia. Winnicott señalaba que cuando un padre juega al ajedrez con suhijo y lo deja ganar no lo ayuda, sino que, por el contrario, retarda su aprendizaje,guardándose el secreto de una supuesta superioridad sobre el hijo.Cuando se piensa en una lucha entre padres e hijos y más aún cuando se la concibe segúnla tesis “militar” darwiniana acerca de una selección natural que sólo deja sobrevivir al másapto, se piensa también que podrá ser muy bueno que los hijos superen a sus progenitores,pero que se trata de una dolorosa situación que debe ser elaborada. Creo, sin embargo, queese pensamiento proviene del haber quedado anclado en la rivalidad que es propia de laetapa fálica y que nos conduce a negar que padres e hijos, como el elefante y la ballena,habitan inexorablemente en nichos ecológicos distintos y sus intereses difieren tanto comodifieren sus necesidades.Es claro que aunque solemos decir “tener” un hijo, el hijo cuya vida inauguramos y sobreel cual poseemos el título de un cierto dominio, no es una propiedad material e inanimada.Sin embargo, forma parte del regalo, de la gracia del destino que nos otorga la posibilidadde originar y cuidar el desarrollo de un hijo, el que sintamos que nos prolongamos en ellos.Es con ese significado trascendente y sublime que sentimos que son nuestros, que es buenoque nos sobrevivan, y que, cuando es posible, nos superen.De más está decir que cuando el sentimiento de que nos prolongamos en nuestros hijos sefrustra, vivimos ese infortunio, con mayor o menor grado de conciencia, como unafundamental desgracia. La desgracia alcanza las características de la tragedia cuando lavida nos depara la muerte prematura de un hijo. Hay desgracias pequeñas y grandes, y lasgrandes desgracias, las que llamamos tragedias, son especialmente aquellas que sentimoscomo antinaturales porque no se presentan en todas las vidas. Y cuando incurrimos en elvicio de valorar las desgracias pequeñas, que son inevitables y consustanciales con la vida,como si fueran tragedias, aumentamos el riesgo de convocar una verdadera tragedia.Cuando, durante nuestra vida, un hijo nuestro muere, solemos sentir que sólo se nos muerea nosotros, que nos dedica su muerte, y esto constituye una de las situaciones donde lossentimientos de culpa, más allá del grado en que alcancen la conciencia, inundan demanera superlativa nuestra vida inconciente. La culpa gravita con un peso doble cuando elhijo perdido ha sido idolatrado, porque, tal como ya lo hemos dicho, el amor que idolatraes un amor que traiciona.En la medida en que amamos a nuestros hijos con un amor que espera y busca en ellos lacompensación por aquello que con su falta hiere nuestro orgullo, nuestros hijos, cuandocrecen, siempre “mueren”, junto con nuestras ilusiones tejidas alrededor de sus añosinfantiles, o incluso juveniles. ¿Podemos encontrar acaso, con los hijos adultos, la manera30
de realizar aquellos propósitos que no terminamos de satisfacer con los niños o con losjóvenes que ellos fueron otrora?Pero no sólo generamos los hijos que engendramos como producto de nuestras célulassexuales. A veces tenemos sobrinos o hijos adoptivos. Los que enseñamos tambiéntenemos alumnos o discípulos, los médicos tenemos pacientes, y quien ejerce unaprofesión, quien profesa una tarea o el que produce una obra de su industria sentirá que suentorno se puebla de colaboradores o empleados que comparten su tarea o de personas quellevan dentro de sí una parte del fruto de su arte. Se dirá que deberíamos cuidarnos muybien de considerarlos como si fueran nuestros hijos, pero en un cierto sentido lo son sinduda alguna. No serán más nuestros de lo que son los hijos cuya vida inauguramos, ya que,como ellos, disponen de una vida propia, pero nuestra obra se prolonga en ellos y en ellossobrevive.La relación filial que establecemos (sea con un hijo, con un sobrino, con un discípulo o conun empleado) será inexorablemente un espejo que nos muestra nuestra cara con rasgossorprendentes que no siempre nos agradan. Se trata muchas veces de partes que negamos,que preferimos ignorar, y esto nos enfrenta casi siempre con un conflicto del cual somosfundamentalmente responsables. Suele ser precisamente éste uno de los problemas másfrecuentes y más típicos durante la educación de los hijos y, por qué no decirlo, la fuentemás común de los conflictos que se generan en el transcurso de la dirección de una tarea.La responsabilidad a la cual nos referimos, que surge porque, como “la imagen del espejo”lo evidencia, la relación con nuestros hijos se establece con nuestra participacióninevitable, se complica con las innumerables tareas que tenemos que asumir como padres.Así sucede, por ejemplo, cuando el hecho de que tenemos más de un hijo nos enfrenta conla tarea de árbitro o de juez.Se suele admitir, aunque de mala gana, que hay hijos preferidos, y cuando eso sucede laobservación demuestra que la mayoría de las veces constituye, para el hijo elegido, unacarga que está lejos de ser una ventaja. Es mucho más frecuente, sin embargo, que laspreferencias de los progenitores se dirijan a determinados rasgos caracterológicos de losdistintos hijos, y que además sean fluctuantes, ya que los padres quedan muchas vecestransitoriamente “copados” por una determinada capacidad de los hijos. Suelen ser loscelos, habituales entre hermanos, los que conducen a que los hijos confundan esaspreferencias parciales o transitorias con la existencia de una situación que los condena auna condición segunda en el amor de los padres.La autoridad de los padresFreud dijo que educar, gobernar y psicoanalizar son tres tareas imposibles. Tal vez debiómencionar la de ser juez, que además de ser difícil es inevitable. Aunque nuestro deseo nosconduzca a plantearla de la manera más suave posible, su dificultad permanece. Funcionarcomo intérprete o como mediador en un litigio, que es una forma “leve” de ser juez, llevasiempre implícito establecer un juicio, pero existe en este punto una cierta confusión. Sesuele pensar que no es posible “ser juez y parte”, y sin embargo, dado que no se puedejuzgar sin comprender ni comprender sin juzgar, para juzgar es necesario, de algún modo,haber participado y para poder participar es necesario haber juzgado. El punto en el cual eljuicio entra en conflicto con la empatía que la comprensión implica, el punto en el cual se31
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