manifiesta como una enfermedad en el cuerpo, o como una forma del sufrimiento anímicoque no logran evitar en la prosecución de sus vidas, hemos aprendido que su crisis se hallavinculada al significado que atribuyen a su historia, construida con recuerdos y proyectos.La experiencia también nos ha mostrado que cambiar el significado de esa historia,resignificarla, “revertir” la perspectiva con la cual se la contempla, aunque sea para llegar aotra historia más estable, más compleja y más rica, lleva siempre implícita la difícilempresa de atravesar las turbulencias de la inestabilidad y el caos de lo que se nos aparececomo un desorden carente de significado. La tentación de evitar que suceda el cambio quehoy tememos es muy grande, porque solemos negar que es un proceso que, a veces con lafuerza de una avalancha, se ha iniciado ayer. Se trata en el fondo de una crisis culturalindividual que remeda y nos recuerda los cambios, a menudo tumultuosos, que han signadolos vaivenes evolutivos de la cultura humana.No es aventurado suponer que el presunto “vacío” de significación que es necesarioatravesar para realizar un cambio catastrófico es el peligroso “campo minado” que motivala sentencia de Nietzsche, “muy trágicas han de ser las razones que hacen de un hombre unfilósofo”, o la igualmente rotunda afirmación de Ortega, cuando señala que el filósofoauténtico es un menesteroso de la filosofía. Sin embargo, la evolución de ambas culturas,la individual y la colectiva, nos enseña que el ser humano no enfrenta ni trasciende esecaos (en el cual “flota” su vida ordenada) solamente a partir del intelecto, sino mediante unproceso de elaboración en el cual intervienen fundamentalmente los afectos. Los afectossostienen a los juicios de valor, cambiando, generalmente de manera irreversible, el acento,la jerarquía o la importancia que asignamos a los distintos significados, seleccionando los“hechos” que vamos a utilizar para organizar y construir nuestra “verdad” biográfica ohistórica.La enfermedad de la culturaSi es cierto que la palabra “cultura” designa un proceso y el producto que ese procesoengendra, es también cierto que el proceso puede detenerse, perturbarse o repetirseestereotipadamente, enfrentándonos con culturas deformadas o con culturas caducas. Dadoque la cultura lleva implícito un desarrollo espiritual que en los pueblos evoluciona enmilenios y que en los individuos coincide con su interminable educación, lo que solemosconsiderar como una carencia de cultura suele corresponder, inevitablemente, a lapersistencia de formas de cultura que son anacrónicas. Así sucede, por ejemplo, en loscasos groseros en los cuales algún tipo de armadura profesional otorga una aparienciaerudita, un barniz de cultura, sin que el individuo que la armadura reviste haya progresadoen el camino de una evolución cultural. Pero más allá de esos casos en los cuales sueledecirse que “falta” cultura, abundan las perturbaciones en el proceso, en el “cultivo”espiritual y en los productos que engendra, presentándonos una amplia variedad detrastornos de gravedades distintas. La adolescencia, habitualmente denominada “la edaddifícil”, o la llamada “edad crítica”, que en el pasaje hacia “la tercera edad” configura unasegunda adolescencia, constituyen puntos de cambio que son proclives a la perturbacióncultural. Pero no debemos desconocer el hecho de que la infancia, la adultez y laancianidad transcurren en años durante los cuales el proceso cultural no sólo puedeinterrumpirse, sino también deformarse, siguiendo muchas veces pautas que son típicas.Podemos señalar algunas.70
Por un lado, tenemos las formas artificiales e inauténticas. En la niñez, por ejemplo, soninauténticas las actividades “complementarias” de la instrucción básica, como el dibujo, lamúsica, la danza o el deporte, cuando no se integran de manera saludable y espontánea yfuncionan como una prótesis añadida, un pasatiempo que intenta ocupar al niño “mientraslos padres trabajan”. Suelen ser, en esas condiciones, actividades tan inconfortables comolo sería la obligación de caminar con zancos, y casi siempre generan en el niño unaantipatía por ellas que le durará toda la vida. Otro ejemplo de formas culturales artificialese inauténticas que configuran una pseudocultura, lo encontramos en la pintura, la cerámica,la escultura, el taller literario, la escuela de teatro, o el desarrollo de una “segundaprofesión”, cuando funcionan (frecuentemente en el ingreso a la tercera edad) intentandomitigar el fracaso de una trayectoria vital que se manifiesta como el vacío de un tiempo“que sobra”.Por otro lado, un poco más lejos esta vez de la inautenticidad, tenemos todas lasdeformaciones de la cultura que, cercanas a la buena fe, se basan en desarrollos erróneoscomo los que configuran el materialismo a ultranza, que no sólo se manifiesta en la cienciay en la tecnología, sino incluso en la tendencia hacia la apropiación de las personas con lascuales se convive; la sustitución de la competencia por la competitividad (que es una formade rivalidad malsana nacida del individualismo extremo unido al afán por un papelprotagónico); la dilución de la responsabilidad individual mediante su proyección sobre elorden social; la confusión de la autoridad con el autoritarismo, confusión que conduce adesconfiar de cualquier tipo de organización jerárquica; el endiosamiento de la juventudunido a la descalificación de la vejez y, junto con eso, la idealización de una cosméticaque, en sentido amplio, incluye a la cirugía plástica tanto como al personal trainer, en unintento ilusorio de evitar el normal proceso de envejecimiento, “comprando” en un mismoproceder juventud, belleza y tiempo. Lo esencial, en estas últimas formas de perturbacióncultural, aquello que las mancomuna, es que surgen de una distorsión en la adjudicación devalores. Deberemos ahora señalar, aunque sea brevemente, la manera en que un trastornoen la adjudicación de valores llega a configurar una verdadera enfermedad de la cultura.En el apartado anterior señalábamos que un cambio catastrófico atraviesa una zona deinestabilidad que separa dos estados relativamente estables. Reparemos en que haycambios que son deseados, otros que son necesarios y algunos que son inevitables, peroque, independientemente de esas circunstancias, frecuentemente sucede que hay cambiosque, en especial cuando son catastróficos, se presentan como resultado de un procesopenoso y difícil, de modo que una vez realizados nos dejan un recuerdo traumático. Eltraslado de la residencia a otro país puede ser un buen ejemplo de esta situación que resultatraumática porque es dolorosa y difícil. Se puede decir que precisamente el recuerdo deltrauma tiende a proteger la perduración de lo que se ha cambiado, favoreciendo suirreversibilidad. No cabe duda de que esto puede considerarse un beneficio solamentecuando el estado logrado funciona de un modo que justifica su perduración.Suele suceder que un cambio que perdura “arrastre en avalancha”, inevitablemente, unacantidad de cambios correlacionados que no habíamos previsto. Es natural pensar que loscambios más profundos, entre los que ocurren en una vida humana, llevan implícito uncambio en la significación de los “hechos”, lo cual equivale a decir que ha cambiado elinstrumento conceptual con el cual se interpreta y se organiza la comprensión de laexperiencia que se está viviendo, junto con el “de dónde venimos y hacia dónde vamos”.Cuando cambia la significación del presente que vivimos, cambia junto con ella elsignificado de nuestros recuerdos, y la importancia o el valor que asignamos a nuestros71
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