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Fundación Luis Chiozza

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manifiesta como una enfermedad en el cuerpo, o como una forma del sufrimiento anímicoque no logran evitar en la prosecución de sus vidas, hemos aprendido que su crisis se hallavinculada al significado que atribuyen a su historia, construida con recuerdos y proyectos.La experiencia también nos ha mostrado que cambiar el significado de esa historia,resignificarla, “revertir” la perspectiva con la cual se la contempla, aunque sea para llegar aotra historia más estable, más compleja y más rica, lleva siempre implícita la difícilempresa de atravesar las turbulencias de la inestabilidad y el caos de lo que se nos aparececomo un desorden carente de significado. La tentación de evitar que suceda el cambio quehoy tememos es muy grande, porque solemos negar que es un proceso que, a veces con lafuerza de una avalancha, se ha iniciado ayer. Se trata en el fondo de una crisis culturalindividual que remeda y nos recuerda los cambios, a menudo tumultuosos, que han signadolos vaivenes evolutivos de la cultura humana.No es aventurado suponer que el presunto “vacío” de significación que es necesarioatravesar para realizar un cambio catastrófico es el peligroso “campo minado” que motivala sentencia de Nietzsche, “muy trágicas han de ser las razones que hacen de un hombre unfilósofo”, o la igualmente rotunda afirmación de Ortega, cuando señala que el filósofoauténtico es un menesteroso de la filosofía. Sin embargo, la evolución de ambas culturas,la individual y la colectiva, nos enseña que el ser humano no enfrenta ni trasciende esecaos (en el cual “flota” su vida ordenada) solamente a partir del intelecto, sino mediante unproceso de elaboración en el cual intervienen fundamentalmente los afectos. Los afectossostienen a los juicios de valor, cambiando, generalmente de manera irreversible, el acento,la jerarquía o la importancia que asignamos a los distintos significados, seleccionando los“hechos” que vamos a utilizar para organizar y construir nuestra “verdad” biográfica ohistórica.La enfermedad de la culturaSi es cierto que la palabra “cultura” designa un proceso y el producto que ese procesoengendra, es también cierto que el proceso puede detenerse, perturbarse o repetirseestereotipadamente, enfrentándonos con culturas deformadas o con culturas caducas. Dadoque la cultura lleva implícito un desarrollo espiritual que en los pueblos evoluciona enmilenios y que en los individuos coincide con su interminable educación, lo que solemosconsiderar como una carencia de cultura suele corresponder, inevitablemente, a lapersistencia de formas de cultura que son anacrónicas. Así sucede, por ejemplo, en loscasos groseros en los cuales algún tipo de armadura profesional otorga una aparienciaerudita, un barniz de cultura, sin que el individuo que la armadura reviste haya progresadoen el camino de una evolución cultural. Pero más allá de esos casos en los cuales sueledecirse que “falta” cultura, abundan las perturbaciones en el proceso, en el “cultivo”espiritual y en los productos que engendra, presentándonos una amplia variedad detrastornos de gravedades distintas. La adolescencia, habitualmente denominada “la edaddifícil”, o la llamada “edad crítica”, que en el pasaje hacia “la tercera edad” configura unasegunda adolescencia, constituyen puntos de cambio que son proclives a la perturbacióncultural. Pero no debemos desconocer el hecho de que la infancia, la adultez y laancianidad transcurren en años durante los cuales el proceso cultural no sólo puedeinterrumpirse, sino también deformarse, siguiendo muchas veces pautas que son típicas.Podemos señalar algunas.70

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