temperatura ambiente, de modo que también siente frío, un frío que, con las primerasinspiraciones, se le mete en los pulmones. El pasaje por el canal del parto debe hacerlosentir con todo el cuerpo dolorido y especialmente con dolor en la cabeza, con la cual“abre” el canal. Son los mismos síntomas que caracterizan el síndrome gripal, el cual, si nose presentan complicaciones, dura una semana, tanto como dura la condición de neonato.En esas circunstancias, el neonato recorrerá la primera semana de su vida extrauterina entredos tendencias, una ilusoria, representada por la idea de volver al interior de la madre, y laotra acorde con la realidad, que implicará un proceso de duelo frente a la diferencia entre lamadre umbilical y la nueva madre “pecho”, que alimenta entre intervalos de ausencia, conuna sustancia que hay que succionar y que exige un proceso digestivo, en un mundo dondese respira con un esfuerzo muscular. Cuando este proceso transcurre normalmente, elrecién nacido “se salva”. Vemos que se prende al pecho, aumenta de peso, duerme muchashoras y llora mucho menos.En los dos primeros meses de su vida extrauterina, el bebé buscará, en el contacto con lamadre, en los “mimos” que lo reconfortan, acercarse lo más que pueda a las condiciones enque vivió dentro del útero. Algunas experiencias realizadas señalan que posteriormente, enel período comprendido entre los dos y lo cinco primeros meses, pondrá su mirada en focopara una distancia de unos veinte centímetros, lo cual parece significar con claridad que nose dispone para ver el pezón que lo alimenta sino el rostro de la madre en su totalidad. Enel transcurso de este período, el intercambio de miradas de reconocimiento queda ligado aun fenómeno cuya importancia es mayúscula: la sonrisa. Recordemos que la sonrisa, enopinión de Freud, corresponde a la relajación de las mejillas que sobreviene junto con lasatisfacción de la necesidad en el acto de mamar. Lo cierto es que, cuando el bebe sonríesintiéndose gratificado, la madre, a su vez, desde el recuerdo inconciente que proviene desu más tierna infancia, sonríe sintiéndose agradecida, y esta sonrisa en simpatía, queenternece la cara e ilumina la mirada, deviene a un mismo tiempo símbolo representante ysigno indicador de la salvación y de la gratitud. Será una representación (contraria a la quellamamos “mala cara”) de una experiencia que ese niño, durante toda su vida, guardará yreactualizará como un íntimo tesoro o que, en la medida en que no la lleve “viva” adentro,buscará revivir con ahínco en el mundo. La mirada y la sonrisa inician, pues, un proceso dereconocimiento que más tarde, luego de un largo periplo, se buscará obtener mediante laspalabras. Durante ese periplo el bebé, que inaugura su sentimiento de existir como alguienen la medida en que se siente mirado, encontrará en la sonrisa la convicción de seraceptado. Más adelante, entre los cinco y los nueve meses, en la etapa en que las manos dela madre todavía lo limpian, lo acarician, lo visten y lo desvisten, cooperará y alternará conella. Entre los nueve y los dieciocho meses, en la época en que el nieto de Freud buscabaelaborar, jugando con un carretel, la periódica ausencia materna, el niño distingue el humorde la madre, antes de acceder al desarrollo pleno de un intercambio verbal, contemplandosu cara. Dado que son etapas cuyo funcionamiento perdura en el adulto, no se puedensustituir unas con otras. Es imposible, por ejemplo, que las palabras sustituyan la ausenciadel beneplácito otorgado por la mirada y la sonrisa. Basta con reparar en el hecho de queuna mirada fija que dure más que unos pocos segundos funciona (no sólo entre los sereshumanos, sino también entre algunos primates) como una invitación a la pelea o al “sexo”.La desolación en la convivenciaDe un modo análogo a como la angustia, en el adulto, toma su modelo del trauma de150
nacimiento (caracterizado por el paso a través de un estrecho y oprimente “canal”), ladesolación, en el adulto, toma su modelo de la desolación que el neonato experimenta en laprimera semana de su vida extrauterina. A pesar de que, durante la vida adulta, solemosllamarla “soledad”, la experiencia de desolación, como es obvio, no se relaciona con elestar físicamente solo. Suele decirse que una pluralidad de soledades no hace compañía.Ortega señalaba, en la misma dirección, que hay personas que nos privan de la soledad sinhacernos compañía. Por lo que ya sabemos no nos caben dudas de que estar desolado no esestar solo simplemente, sino que, precisamente, es estar solo de alguien en particular. Laexperiencia que obtuvimos en los estudios patobiográficos que realizamos nos condujo acomprender la desolación “separando” dentro de ella algunos puntos esenciales, perodebemos apresurarnos a agregar que pensamos de este modo en un color que en su estadonatural no existe puro sino mezclado con los otros colores primarios, constituidos por laangustia y la descompostura.Ese alguien particular frente a cuyo abandono, distanciamiento, desatención,desconsideración o falta de reconocimiento nos sentimos desolados, ese alguien que nos ha“retirado la mirada”, representante inconciente de la madre umbilical remota, es lapersona para quien (casi siempre sin reconocerlo claramente) sentimos que vivimos, ycuyos deseos son los que más influyen en los nuestros. Una persona que suele decirse“significativa”, pero que, en el fondo, es más que eso, porque es la que dotamos de lamayor significancia, aunque, como ya dijimos, no conviene perder de vista que se tratasiempre de un representante. Es alguien que, en un cierto sentido, es familiar, no porquepertenezca necesariamente a la familia, sino porque nos une con ella un vínculo (nosiempre conciente) de familiaridad. Es alguien para quien, en nuestros viajes, sacamos lasfotos que le mostraremos y para el cual elegimos la ropa que usaremos. Dado que se tratade un representante, no está de más aclarar que la persona para la cual “vivimos” puedeestar representada por un conjunto humano, como el conjunto de parientes, los muchachosdel café, los amigos del club, los vecinos del country o los colegas del hospital. Es lapersona que, cuando se aleja o se disgusta con nosotros, más se extraña. El vínculo con ellaes perentorio y, en su forma más extrema, su pérdida se siente como la carencia del aireque se respira. Su disgusto se experimenta como una atmósfera hostil, y su desatenciónconfigura un desaire. Si, como alguna vez dijimos refiriéndonos a la vocación detrascendencia, la vida de uno es demasiado poco como para que uno le dedique porcompleto su vida, conviene agregar enseguida que las condiciones que acabamos dedescribir, que nos exponen a una grave desolación, configuran una dependencia malsanaque recorre hasta un extremo la dirección contraria a la autoestima.La persona para quien hemos dicho que en cierto sentido vivimos es alguien que tambiénnos define. En la medida en que sentimos nuestro vínculo con ella como una pertenencia,define, en una parte importante por lo menos, nuestra identidad, dado que identidad ypertenencia vienen a ser como dos caras de una misma moneda. Tal vez quede más claropensando en el apellido que una mujer adopta de casada, en los casos en que se sienteacorde con él, o pensando en el club al cual pertenecemos cuando decimos “soy de”.Llevando las cosas al extremo, como a veces se observa en la desolación (o como hemosvisto en los enfermos de SIDA), sin ese objeto para la cual vivimos y que al mismo tiempodefine lo que somos, nos sentimos vivos sin ser alguien. Encontramos una parte de estoen la famosa frase que pronunciara San Martín, cuya primera parte, “serás lo que debasser” (que puede ser interpretada como cumplir con los deseos que nos impone “lapersona”, singular o múltiple, para el cual vivimos) desemboca en la segunda, “o serásnada”, acorde con lo que acabamos de decir.151
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