lo que sabemos acerca de su vida. Es cierto que las vicisitudes de una vida pueden iluminarel significado de su muerte, pero la inversa es igualmente cierta, porque tal como ocurre enel teatro con la caída del telón en el último acto, el modo en que una persona muere puedecambiar el significado que asignábamos al decurso completo de su vida. Hay algo deverdad, sin duda, en el proverbio italiano que sentencia: Un bel morir tutta la vita onora.Cada vida dispone de su propia muerte o, para decirlo de otro modo, cada muerte es unamuerte personal, porque pertenece a la vida de la persona (del “yo”) que esa muertefinaliza. En cada vida, señala Weizsaecker, lo que ya realizamos, tan irrepetible como vernacer un hijo, otra vez, “por vez primera”, configura lo imposible. Lo posible todavía, encambio, se encuentra dentro de lo no vivido. Mientras vivimos, es activo lo no realizado, loque no se ha vivido, aquello nuevo que refleja un futuro hacia el cual nos dirigimosmientras deseamos o tememos según el modelo de lo que ya ha sucedido. Hace ya algunosaños, pensando en este mismo tema, una vez escribí: “Por qué debo querer lo que ya hasido, si lo que ha sido ha sido sin querer; por qué entonces, frente al tiempo que se ha ido,finjo querer lo que no pudo ser”.Cuando morimos, nuestra vida ingresa entera en lo que ya fue realizado y es ahoraimposible. Cuando el alma de una persona se “desmonta” como se desarma un mecanismo,junto con las nostalgias y los anhelos que la constituían, la muerte que cierra su“expediente” suele arrojarnos bruscamente un inevitable balance. Entonces pensamos casisiempre (y con dolor) en lo no vivido, por más importante que sea lo que esa vida harealizado. En nuestra cultura, cuando muere un niño, la magnitud de lo no vivido sesimboliza en el sepelio con el color blanco. La idea de lo no vivido, que muchas veces nostortura en nuestra propia vida, suele asociarse con la representación de la muerte, hasta elpunto de que muchas veces hablamos de una muerte en vida para referirnos al sufrimientoque nos produce el vivir apresados en nostalgias y anhelos incumplidos. Recordemos alpoeta que señala: “Muertos no son los que en presunta calma la paz disfrutan de la tumbafría, muertos son los que tienen muerta el alma y viven todavía”.El dolor por lo que muereLa muerte de alguien que posee significancia en nuestra vida constituye el paradigma mástípico del proceso de duelo. En primera instancia, sufrimos su ausencia. Nuestro dolor seincrementa con la culpa que sentimos por lo que con esa persona hemos convivido pero,casi siempre, nos reprochamos sobre todo aquello que con ella no hemos convivido, con locual retornamos a la idea del dolor por lo ausente, por lo que no se ha realizado, por lo queno nos ha ocurrido. Sin embargo, una consideración más atenta del proceso de duelo nosconduce a una inevitable conclusión. Lo que nos duele existe, como existe el alfiler quenos pincha, y cuando nos duele una ausencia, lo que nos duele es la actualidad del recuerdoque nos señala (nos reactualiza) una carencia igualmente actual, una carencia cuyainsatisfacción nos descompone en la intimidad de nuestros órganos, una carencia que,según pensamos, desaparecería con la presencia de lo que recordamos y no desaparece conla presencia de aquellos con los cuales convivimos. Algo similar nos ocurre con lo novivido, porque lo que nos duele surge de que no logramos satisfacernos con lo que estamosviviendo. El hecho de que el dolor por una ausencia coincida con la insatisfacción atribuidaa una presencia nos permite comprender aquellos casos en los cuales se desea morir comouna forma de poner término a un sufrimiento actual insoportable. Porque en esos casosvemos que desaparece la significancia de lo ausente o la importancia de lo no vivido. ElPrometeo encadenado, que (de acuerdo con lo que señala Sechan) ha comenzado diciendo:“qué puede temer el que está exento de morir”, exclamará más adelante: “con ardientedeseo de morir busco un término a mis males”. A veces el deseo de una muerte inmediata96
surge porque el sufrimiento actual se transforma en el temor a una vejez en ruinas o a laincertidumbre de una forma de morir que no ha sido elegida. Comprender que el duelo seinicia con la actualidad de un dolor y frente a una presencia a la cual se atribuye esesufrimiento, nos permite comprender también la trampa que suele ocultarse en aquellassituaciones que se experimentan como la necesidad de postergar una decisión que es difícilporque sus alternativas son igualmente dolorosas. El autoengaño consiste, en esos casos, enpensar que se puede evitar un duelo que la actualidad produce, suponiendo que el tiempopermitirá que alguna de las alternativas pueda elegirse sin necesidad de duelar.¿Cuál es el secreto que la muerte oculta?Comenzamos este capítulo diciendo que la muerte no es la muerte de la vida. La vidaprosigue su camino. Lo que muere, según se suele pensar, es la vida de uno. Tambiéndijimos que la muerte, cuando acaba de sucederle a uno, cuando por fin ocurre, es unacontecimiento que, dado que uno ya no existe entonces, no podrá experimentar jamás.Sabemos que uno muere porque hemos visto que otros que son seres vivos “como uno”,siempre finalmente mueren. Conocemos la muerte “desde afuera”, la muerte percibida, unamuerte que no podemos sentir como nuestra, porque lo que llamamos “sensación” demuerte (ya lo hemos dicho) se construye con otras sensaciones que no pertenecen a lamuerte, como el desmayo de una descompostura o, en el peor de los casos, pertenecen auna agonía que precede a la muerte, que ocurre dentro de la vida y que a veces se sufre sinmorir. Necesitamos reflexionar ahora acerca de lo que entendemos por la muerte de uno,de la cual también hemos dicho que es personal y propia.Nuestra observación de las personas que hemos visto morir nos deja pocas dudas acerca deque, cuando uno se muere, lo que muere es aquello que denominamos “yo”, porque todocuanto queda fuera de ese territorio “yoico”, las ideas, las obras, los conocimientos, lashistorias, los valores, que pensamos nuestros, y también nuestros instintos, son nuestros enla medida en que existimos como alguien que se siente “yo”. Lejos de desaparecer cuandomorimos, dejarán de ser nuestros, pero continuarán existiendo, y se vincularán, a lo sumo,con un nombre que se usa para aludir a nuestra anterior identidad. La idea de que nuestroyo desaparezca duele y, según lo hemos visto, también engendra temor, un temor quevinculamos con multitud de sentimientos, como el dolor de la mutilación, la claustrofobia,el abandono o los terrores del aislamiento y de la oscuridad. También hemos visto que loque se teme representa, en un tiempo que llamamos futuro, los dolores que atenazannuestra vida actual. ¿Cuál puede ser, entonces, ese dolor que ya sentimos y querepresentamos con la desaparición de aquello que llamamos “yo”? ¿Cuál es el secreto quela muerte, con su misterio, oculta detrás de su careta horrible?Nuestra imagen acerca de nosotros mismos, que llamamos “yo”, se constituye, según loque hemos comprendido, de tres maneras distintas, a partir de los distintos esquemas depensamiento que configuran la inteligencia humana. El hombre primitivo, y el niño muypequeño construyen el mapa de su yo, lo que llamamos su self, siguiendo las leyes delpensamiento mágico, acordes con lo que el psicoanálisis considera el proceso primario,centrado en la condensación y el desplazamiento de la importancia. Es el self que Freuddenominaba “yo de placer puro”, porque incluye todo lo que le da placer y excluye lo quele disgusta. El desarrollo del pensamiento lógico, que corresponde al proceso secundario,dirigido a establecer las razones, que son diferencias, constituye un self que en cada serhumano testimonia su grado de contacto con lo que el consenso llama realidad. Por fin, laadquisición de un proceso terciario, nacido en la amalgama del primario con el secundario,conducirá a un self fluctuante, que se dilata y se contrae cambiando permanentemente la97
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