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Fundación Luis Chiozza

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extremos, un tipo de “orfandad” temprana, como la de la niña de doce años que funcionacomo madre de todos sus hermanitos porque la mamá está enferma o la del adolescenteque debe trabajar cuanto antes porque el padre no mantiene a la familia. Recién en unacuarta etapa los dolores por la desidealización de nuestros padres, que transcurren unidos auna crisis de nuestra autoestima, se calman. Conviene aclarar que, como ocurre con todaslas formas del duelo, el proceso de desidealización sólo duele mientras no se realiza en sucompletitud. En sus primeras etapas predomina una decepción que duele precisamenteporque la idealización todavía persiste contenida en la idea “si quisieran, podrían”. Reciénen esa cuarta etapa se elabora el duelo que nos lleva a comprender y aceptar que, tal comolo ha dicho Mark Twain, las virtudes y los defectos de nuestros padres pertenecen apersonas que, como nosotros, forman parte de la realidad, y que nadie podrá jamás hacersecargo de nuestra responsabilidad.Cuando los padres muerenSimenon, con la riqueza y el espesor afectivo de un gran escritor, repite una idea de Freudsegún la cual la fecha más importante en la vida de un hombre es el día en que muere supadre. Es posible pensar que, por motivos semejantes, algo similar debe ocurrir con unamujer y su madre. No sólo se trata del día en que la generación a la cual pertenecemoscambia de lugar, sino que seguramente influye en su trascendencia conmovedora el hechode ser una escena mil veces fantaseada como el momento (temido) en el cual se accede allugar tantas veces deseado. Junto con ello no sólo aparece la culpa, sino también eldesamparo y el vacío de una enorme carencia. Cuando muere un hermano algo de esto sesiente, pero en la muerte de ambos padres alcanza una amplitud mayor. La muerte delprogenitor del mismo sexo es además el reflejo más completo del espejo en el cual nosvemos morir. Y es también una prueba, sufrida en la vecindad de nuestra carne, de que nosomos inmortales y de que llegará el día inexorable en que vamos a morir.Nuestros padres, destinatarios de nuestras primeras palabras, siempre fueron, desde losremotos días del pasado que logramos alcanzar con la memoria, quienes otorgaron sentidoa nuestras vidas, hasta un punto en que no es muy exagerado decir que para ellos, o para loque ellos representan, vivimos. Ellos quisieron de nosotros lo que, casi sin saberlo,constituimos como una parte importante de nuestros deseos más íntimos. Cuandoformamos nuestra propia familia, o cuando nos rodeamos de un grupo de amigos queridos,transferimos sobre estos vínculos una parte de esos personajes, que originalmente fueronnuestros padres desde el momento de nuestra concepción, en el que comenzaron adestinarnos sus deseos. Lo admitamos o no concientemente, solemos dedicarles nuestroslogros a ellos o a las personas que actualmente los representan, y cuando compramos cosasque nos gustan, o sacamos fotos, pensamos en mostrárselas. Queremos complacerlos, ynuestros días transcurren diferentes, cuando nos ponen mala cara, de como transcurrencuando nos sonríen.Cuando nuestros padres mueren, aunque seamos adultos, nos sentimos huérfanos. Ellosguardaban recuerdos acerca de nuestra infancia y de nuestros años juveniles que nadie másposee. Con ellos éramos de un modo que no podrá volver a ser. Si no tenemos hermanoscon quienes podamos recordarlos, y recordar nuestros primeros años, nos sentimos mássolos todavía. Si es que hemos logrado, a medida que vivimos, consolidar otros vínculosentrañables que satisfacen, en una parte muy importante, la necesidad de encontrarle un44

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