perdura toda la vida sin ocasionar perjuicio. Suele constituir a la docilidad en lo que éstatiene de virtud. La segunda manera del obedecer proviene de dudas que alcanzan sumáximo en la adolescencia. Es una forma de obediencia conciente que implica elreconocimiento de una dependencia hacia la persona que ejerce el mandato, e implicatambién que, al mismo tiempo, no se le reconoce a esa persona una autoridad suficiente.No caben dudas de que esta manera del obedecer también persistirá toda la vida y quecontribuye para que la obediencia goce de poca simpatía. Es la manera en que eladolescente suele funcionar frente a lo que considera autoritarismo o abuso de poder,cuando no incurre en rebeldía. Tampoco existe aquí sometimiento, ya que en esta maneradel obedecer sólo incluimos los casos en los cuales la dependencia que se reconoce esverdadera. Ya nos hemos referido, en cierta forma, a los conflictos que giran en torno a laobediencia y que suelen caracterizar una actitud que denominamos “rebeldía”. Cabe añadirsin embargo que, a pesar de que la rebeldía se opone, en principio, al sometimiento quelesiona la libertad individual, la situación típica de rebeldía no es el producto de unacapacidad crítica bien ejercida, sino, muy por el contrario, proviene de la fuerte necesidadde no cumplir con un mandato en tanto tal, independientemente de cuál sea. En esasituación, que es la que ampliamente predomina, la rebeldía no es un índice de libertadsino precisamente de un sometimiento oculto. La tercera manera, más típica de la edadadulta, surge cuando la autoridad genera respeto a partir de una experiencia duramenteganada. Aquí no se trata de obedecer de mala gana, como en el caso anterior, un mandatoque no ha logrado convencernos, sino precisamente de aceptar, en función del respeto y laconfianza que una autoridad nos merece, realizarlo con agrado más allá de cual sea el valorque nuestra capacidad crítica le asigna. Se trata de un retorno a la docilidad infantil queadquiere una nueva condición de madurez como producto de la experiencia adulta.Los padres que supimos conseguirDurante la relación que se establece en un tratamiento psicoterapéutico es mucho másfrecuente que identifiquemos al paciente con el rol de hijo que con el rol de padre. Estambién muy frecuente que el psicoterapeuta, desde el rol de padre, se identifique con unpadre que siempre sabe cómo hacer, de modo que a veces, cuando habla, incurre en el errorde hablar de un modo en que todo parece muy sencillo. Afortunadamente no es frecuenteque un psicoanalista permanezca durante mucho tiempo en ese rol. Si vale la penamencionarlo aquí es porque corresponde a un rol de padre que surge muchas veces en elproceso psicoanalítico como producto de la relación de los adolescentes con susprogenitores, hasta el punto en que hay pacientes que suelen ingresar a un tratamientoconvencidos de que no existe otra forma de ser padres, distinta de aquella que tuvieron quesufrir. Es precisamente por la fuerza de esa “historia” que muchas veces un paciente logra,repitiendo lo que ha sucedido con sus progenitores (que quedaron arrinconados en “nosaber más qué hacer con ese chico”) que el tratamiento fracase. Para que el psicoanalistaconsiga sortear ese sabotaje es necesario que admita que el paciente puede hacerlo fracasar,y si logra admitirlo será porque ha aprendido a “ser hijo”, liberándose de la obligación deconservar siempre el poder.No sólo existe His Majesty the baby, también, y en un cierto sentido, existe His Majestythe father, a quien solemos confundir con Dios, el “padre nuestro” que habita en el cielo yque todo lo puede. La imagen de ese padre “celestial”, cuya protección algunos invocanmediante la plegaria, expresa una construcción de la más tierna infancia que habita losestratos más profundos de nuestra vida inconciente junto con las imágenes perseguidoras42
de nuestros padres malos. En algunos casos sucede que la necesidad de sentirse protegidopor ese padre omnipotente deriva en la convicción de haber tenido padres terrenales quefueron “de novela”. Lo que Freud describió con el nombre de “la novela familiar delneurótico” muestra claramente que detrás de los padres de novela suelen esconderse lospadres que, de acuerdo con lo que sentimos, se han transformado en malos. Frente acualquier acontecimiento penoso tenemos siempre dos alternativas: reconocer que “algohemos hecho”, o declararnos total y absolutamente irresponsables, mientras reclamamospor una vida más fácil. En este último caso podemos considerarnos víctimas de unadesgracia o de una injusticia. La desgracia es la pérdida de la gracia otorgada por Dios y, loadmitamos o no, en ese caso nuestra pretensión de inocencia no queda tranquila, ya que sedice de Dios que es inmensamente justo e inmensamente bueno. Cuando se trata de unainjusticia es distinto, nuestra responsabilidad queda a salvo, pero, claro está, lo logramos alprecio de creer en nuestra propia impotencia, renunciando a la idea de que se puede haceralgo. Los padres omnipotentes (los padres “de novela”) son siempre la contrafigura de lospadres impotentes, pero no siempre esos padres impotentes son padres en ruinas. No sóloporque las personas reales siempre tienen límites para su potencia (que son distintos paradistintos sectores), sino también porque la inmensa mayoría de las veces la figura de lospadres que “hubieran podido”, o su descalificación exagerada, nos defiende de verlos comopersonas con su propia vida y su particular infortunio.Los padres para quienes hemos sido His Majesty the baby son padres con los cualesnuestra relación puede atravesar varias etapas. En la primera serán siempre testigos denuestro indiscutible valor. Sentimos que para ellos somos o seremos pronto lo quedebemos ser, es decir, por lo menos, meritorios, valerosos, hermosos, juiciosos,inteligentes y buenos. Aunque sabemos que en el jardín de infantes no siempre ha sido elotro nene el que “nos pegó primero” y que no siempre podemos, hacemos o entendemos loque debemos, tenemos confianza en nuestros padres, creemos que su aprecio tiene unarazón de ser y pensamos que la discrepancia entre sus explicaciones y lo que nos sucede,pronto se resolverá confirmando su razón. Mientras perdure esta primera etapa y ellosconserven en nuestro ánimo su poder de convicción, poco nos importará que el mundo nosperciba como pretenciosos y arrogantes, ya que indudablemente es el entorno el que no nossabe valorar. En la segunda etapa las dificultades con el entorno arrecian y entonces lesdecimos a nuestros padres que no somos lo que ellos nos han dicho y lo que nos han hechocreer. Les decimos que los otros son los que tienen razón. Pero se lo decimos para que nosdesmientan, para que carguen con la culpa de los fracasos que nos duelen y, sobre todo,para que nos otorguen de urgencia los métodos con los cuales podremos hacer reconoceresos valores, que según ellos tenemos y en los cuales todavía queremos creer. Mientrasperdura esta etapa, y a pesar de lo que decimos, confiamos en esa imagen acerca denosotros mismos que dentro de nuestra casa aprendimos a ver. Entramos en la tercera etapacuando nuestros padres, aquellos que todo resolvían, dejan de ser quienes “todo lo saben” ynos desengañan porque ya no pueden otorgarnos, en nuestro transcurso por el mundo, eléxito que nos habían prometido. ¿Acaso pueden lograr que otra persona corresponda anuestro amor como lograron remplazarnos el helado que se nos había caído en el patio deljardín de infantes? Sucede entonces que a veces se nos acercan como si fueran amigos ynos cuentan partes de sus vidas que no queremos oír; y otras, en cambio, se convierten enpadres que temen nuestras acusaciones, y su miedo nos decepciona más. Es la etapa en lacual con nuestros padres nada tenemos que decirnos, porque, como sucede en otrasrelaciones cuando sentimos eso, no podemos decirnos lo único que querríamos hablar.Corresponde a esta tercera etapa que los hijos se enteren de cosas tales como que “a papáno le alcanza el sueldo y mamá tiene un amante”, o también que “es papá el que tiene unaamante y a mamá le duele la cabeza y no hay que hacerla disgustar”. Así nace, en los casos43
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