La importancia de lo sobrentendidoExiste una especie de medallitas, con una cantidad de signos incomprensibles en una desus caras, y otra cantidad de signos igualmente incomprensibles en la otra. Cuando sehacen girar rápidamente y se miran, por un efecto similar al que sucede con los fotogramasdel cine, se puede leer, por ejemplo, “te quiero”. Pues bien, un símbolo, como laetimología lo muestra, no es una señal, no es una seña, no es una marca, como lo es elsigno, en realidad es una contraseña. Un símbolo es una conjunción significativa, unemblema que se constituye, como el de la medallita, con la coincidencia de las dosmitades. Se trata de una contraseña de la cual cada uno de nosotros tiene la mitad. Símboloes aquello que sólo funciona cuando el que lo dice se dirige a un oyente que tiene lo que“hace falta” para interpretarlo. Es decir, un símbolo es siempre, en el terreno del lenguajehablado, una media palabra. Suena a paradoja que la única manera que tenemos deentendernos sea con la mitad de las palabras, y que si carecemos de esa media palabracorramos el riesgo de no entendernos jamás, por más palabras que usemos, o peor aún, elriesgo de ingresar en un malentendido. Esa media palabra, de la cual a veces carecemos, eslo que solemos denominar “sobrentendido”. Al fin y al cabo un malentendido entre dossujetos ocurre cuando opera, en cada uno de ellos, un sobrentendido diferente, y cuandopor lo menos uno de ellos no tiene conciencia de esa diferencia. De más está decir que lossobrentendidos provienen de las experiencias previas y que, como sucede con la torta dechocolate y con el fósforo, nunca vivimos exactamente las mismas experiencias. Estopodría ejemplificarse diciendo que así como no existen dos narices exactamente iguales, noes posible la existencia de dos almas gemelas. Sin embargo, hasta cierto punto y porfortuna, podemos entendernos en una cierta medida, porque hay algo que tienen las naricesque las hace distintas de la oreja, y cuando decimos “nariz” sabemos, más allá de todaduda, que no estamos hablando de una oreja.Si bien es cierto que a partir de un malentendido inicial es muy difícil que uno llegue aentenderse de un modo que pueda ser sentido como suficiente, y que esto no suele mejorarcon el simple expediente de un hablar reiterado y profuso, la experiencia no sólo nosmuestra que a veces se puede lograr, sino también que es frecuente que hablemosprecisamente con esa intención. Tener plena conciencia de esta dificultad, ubicua, dentrode la cual vivimos inmersos, puede ayudarnos a lograrlo mejor. La unidad elemental detodo discurso no es la palabra, no es la frase ni la oración, sino el enunciado. Más allá delas posiciones de distintas escuelas lingüísticas, que el diccionario testimonia, designo aquícon la palabra “enunciado” una totalidad que, en su contexto y sin necesidad de otrocomplemento, es en sí misma significativa. En otras palabras, es posible hablar sin decir,pero cuando el hablar dice, eso que dice es (en el uso que aquí le doy al término) unenunciado. Como lo que el hablar efectivamente dice no sólo depende del hablante sinotambién del intérprete, el enunciado se logra cuando ambos se encuentran de maneraacertada. El enunciado de un discurso puede ser dirigido a un interlocutor, a variosinterlocutores o a muchos interlocutores. Es obvio que cuando aumenta el número deinterlocutores, crece la posibilidad de generar malentendidos. ¿Dónde reside entonces laposibilidad de los discursos públicos? La primera y la más pusilánime de las solucionespara evitar malentendidos, bastante usada para colmo, es hablar sin decir nada que no seaarchicompartido. ¡Pero las cosas archicompartidas, aun suponiendo que sean verdades, sonprecisamente aquellas que no hace falta decir! Una de las “mejores” maneras de no tenerproblemas en los discursos públicos es decir cosas cuya estructura formal funciona bien,cosas que siempre caen muy bien, porque cada uno puede asumir que esas cosas significanaquello con lo cual está de acuerdo. Esta situación llega a su colmo cuando el acuerdo108
multitudinario ha perdido por completo el primitivo referente y ya no va más allá de unacuerdo sobre las palabras mismas. En tal caso, ya no se trata de decir lo archisabido, setrata de un hablar sin decir, de un hablar que busca convocar una emoción que ha perdidosu camino de palabras, de un hablar que adquiere ficticiamente la apariencia de un decir.Podemos preguntarnos ahora: ¿Por qué, hace un momento, recurrimos a la expresión “notener problemas”? Es que cuando se elige decir lo que hace falta el encuentro puede serviolento y el riesgo del malentendido aumenta en lugar de disminuir. Comenzamosdiciendo que necesitamos y deseamos encontrarnos con los demás y compartir afectos.Pero debemos agregar ahora que el encuentro tiene sus peligros, porque cuando nosencontramos cambia lo que auténticamente sentimos y algunas de las cosas “nuevas” quesentimos nos hacen sufrir. Se trata entonces de la capacidad de elegir con acierto entre undolor que vale y otro que no vale la pena que ocasiona. La dificultad transcurre entoncesentre dos grandes escollos: el Escila de un decir que no hace falta y que no vale la pena, yel Caribdis de un decir que, aunque haga falta, aumenta demasiado la magnitud de la penay genera una ruptura de la comunicación. Entre ambos escollos se encuentran las aguasnavegables de un decir hasta el punto en que se puede escuchar, y es precisamente en estepunto donde nace un arte del decir que procura disminuir el dolor que produce lo quehace falta decir.No cabe duda entonces de que, para poder decir bien lo que hace falta, es necesario“atender” al interlocutor y comprender sus sentimientos. Un discurso con uno o con muypocos interlocutores nos permite saber mejor con quién hablamos. Cuando se trata, encambio, de un discurso público, debemos guiarnos por nuestro conocimiento de los puntoscomunes que forman consenso. También existe un discurso “privado”, para el cualelegimos, de manera clara y manifiesta, los interlocutores que comparten con nosotros losmismos sobrentendidos, y un discurso “secreto”, en el cual lo que decimos sólo puede sercomprendido cuando se comparten contraseñas especiales, como si se tratara de unmensaje cifrado que sólo puede ser descubierto cuando se conoce el código. Es obvio queun discurso secreto, para llegar al interlocutor desconocido y lejano, tiene que viajarpúblicamente, y atravesar la aduana que le impone el consenso. Los grandes escritores, quehan perdurado, y que al mismo tiempo no han sido víctimas de su época, han tenido lacapacidad de “esconder”, por decirlo de algún modo, un discurso secreto valioso en elinterior de un discurso público aceptable y requerido, de manera que se trata de escritoresque pueden ser leídos en diferentes contextos. Se dice del Quijote que hace reír a los tontosy hace pensar a los sabios. Frente al Quijote todos somos tal vez un poco tontos cuandosólo nos reímos y un poco sabios cuando, además de reír, pensamos. Vale la pena señalaraquí que los mensajes subliminales intervienen como una parte importante de los discursospúblicos. En un conocido experimento se colocan, entre los fotogramas de una película decine, algunos que recomiendan una determinada marca de una bebida sin alcohol. Por obrade la velocidad con la cual los fotogramas se suceden, el mensaje no puede ser leído nipercibido de manera conciente. Cuando se compara en la salida del cine la conducta de losespectadores que han visto esa película con la de aquellos que han visto una películanormal, se constata que el primer grupo consume, con respecto al segundo, una mayorcantidad de unidades de la bebida que subliminalmente se ha recomendado. La importanciade lo que ese experimento nos enseña trasciende el campo de la propaganda subliminalintencional para ilustrarnos un fenómeno que funciona de manera ubicua, porque cuandopor ejemplo miramos un paisaje desde la ventanilla de un tren, los afiches publicitariosdistribuidos en la ruta también funcionan como fotogramas fugaces que se percibensubliminalmente.109
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