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Fundación Luis Chiozza

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tendríamos que conformarnos con una idea muy pobre acerca de lo que realmente es unperro. Dado que esta experiencia, acerca de la insuficiencia de algunas definiciones, escotidiana dentro de nuestra profesión, omitiremos definir la angustia y nos conformaremoscon decir que, cuando hablamos de la angustia, nos referimos a la que todos conocemos ydenominamos de la misma manera. Es posible suponer que durante el pasaje por el canaldel parto se experimente una sensación de angostura, de tener que pasar a través de unestrecho brete sin saber qué es lo que sucederá. Como dijimos antes, tanto Freud comoRank pensaron que el modelo prototípico que configura lo que llamamos angustia surgedel trauma del nacimiento. En situaciones en las cuales la vida nos enfrenta con unasensación de amenaza y con la ignorancia de lo que nos espera, se reactivarán entonces ennosotros las sensaciones “corporales” que hemos experimentado al nacer y acerca de lascuales conservamos una “huella”.¿Estamos afirmando entonces que un feto siente? ¿Que tiene memoria? ¿Que tiene vidamental? ¿Que tiene algún tipo de conciencia? Hace cincuenta años esto se discutíaencarnizadamente entre los psicoanalistas. Pero esto no debe extrañarnos, porque hasta nohace mucho tiempo se les punzaban las orejas a las niñas recién nacidas pensando que aesa edad “no les duele”. Hoy, luego de las ecografías que se hacen frecuentemente a lasmujeres embarazadas, y que nos permiten ver un feto animado por movimientos“expresivos”, los mismos argumentos de entonces acerca de la existencia del psiquismofetal adquieren una fuerza mucho mayor, reclutan más adeptos y no suscitan ya losrechazos encarnizados de antaño.Como hemos dicho antes, la angustia es un afecto prototípico, un afecto fundamental, un“último” determinante, pero hay muchos afectos que generan conflictos y producenangustia. Para evitar la angustia recurrimos a distintos procesos, uno de ellos, por ejemplo,es negar la realidad que nos produce angustia, refugiándonos en una fantasía placenteracuyo extremo ingresa en lo que denominamos “locura”. Otro es tratar de disminuir laimportancia de los hechos, de acuerdo con el consejo que se oye a menudo: “no pienses eneso, no le des importancia, olvídalo”. También, a veces en lugar de experimentar el afectoconflictivo frente a una persona de la cual se depende, o frente a una persona muy querida,se “transfiere” ese afecto sobre otra cuya significancia es menor. Es posible pelearse con laesposa en lugar de hacerlo con el jefe, o descargar la hostilidad sobre el perro o sobre lapuerta del automóvil en lugar de agredir a la mujer que se ama. Hay, por fin, otra formaque hemos estudiado mucho, y de la cual no nos ocuparemos ahora, que es transformar losafectos en enfermedades del cuerpo. La cuestión fundamental radica en habernos dadocuenta de que todo lo que podamos llamar importante, todo lo que tiene significado o,mejor aún, significancia (que es la importancia del significado), tiene que ver, en última yfundamental instancia, con los afectos. El estudio de los afectos conduce al tema del valor,sea ético o estético, y al tema de la moral. Los afectos van recuperando, cada vez más, unlugar fundamental dentro de todo tipo de psicología. Las ciencias cognitivas, por ejemplo,que han empezado por centrar sus intereses en estudiar los pensamientos, se han vistoobligadas a ocuparse de la importancia de los afectos.Hay afectos agudos, como el enojo, los celos y la envidia, que nos acometen en unmomento dado y de los cuales nos desprendemos minutos u horas después, pero tambiénhay afectos crónicos, afectos que se arraigan hasta llegar a configurar el carácter. Elresentimiento o la amargura, por ejemplo, suelen ser afectos crónicos. No es lo mismodecir que una persona sufre una crisis, un “ataque”, de celos, o de envidia, que decir que es134

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