Recordemos que la palabra “persona” designaba primitivamente, en el teatro griego, lamáscara con la cual el actor representaba un determinado personaje. Jung llamaba“persona” a una construcción, un personaje, que uno hace acerca de sí mismo, o acerca delos demás, sobre el cual uno posee una imago, es decir, muy esquemáticamente, unaimagen cargada de afecto. Mi persona (o personaje) principal es, entonces, con el objetopara el cual vivo y es fundamentalmente para él, de quien tengo una imago quecorresponde a la persona de él, con la cual me relaciono, a la persona de él que esconmigo. Busco, frente a su persona y de su persona, un reconocimiento de mi personaque sólo la suya puede dar. Se trata en el fondo de una búsqueda que desea reencontrar lasatisfacción de aquella necesidad vital, íntimamente ligada a la autoestima, que se gestó enel intercambio de miradas de reconocimiento en el regazo materno. Sin embargo, cuandose desea que el reconocimiento se extienda hasta un punto en que, convertido en renombre,llegue a ser público, la búsqueda de reconocimiento alcanza una importancia que justificael hecho de que habitualmente se la denomine “afán”. Luego de lo que dijimos acerca delser nadie, se comprende que ese reconocimiento pueda valorarse a veces más que la vidamisma, como lo testimonian los actos de heroísmo. Digamos, por último, que cuando se haconvertido en afán jamás se satisface, porque, si recordamos la desolación que origina eseafán, llegamos a la conclusión de que sentir una “falta” de reconocimiento y el sentimientode no merecerlo vienen a ser dos aspectos de una misma “convicción”.El personaje para el cual se vive es, al mismo tiempo, el juez en cuyo tribunal se sustanciael expediente que obrará en el juicio que dictará sentencia acerca de la culpa cuyo castigoes la desolación. Reparemos en que se trata de un juicio que ya se ha realizado y conresultado adverso, puesto que todo lo que estamos “viendo” son los avatares actuales deuna desolación original y primitiva cuyas vicisitudes, en la primera semana de vida,sentaron las bases para la desolación actual. Podríamos decir entonces que se trata másbien de la apelación de una sentencia que de un juicio original. Pero la apelación misma esuna mascarada, ya que cuando recibimos la primitiva condena “desolante” quedesencadenó el castigo (que hoy tratamos, ficticiamente, como si fuera un proceso judicialabierto), recibimos junto con ella la plena convicción de ser reos de un delito que nos dejóuna culpa que no tiene redención. Si queremos ofrecer un testimonio de la plena vigenciade lo que recién afirmábamos, podemos recurrir al episodio, vulgar y pedestre, que se dacuando el amante inquieto deshoja la margarita en un “me quiere mucho, poquito y nada”,para terminar pensando, si le sale “mucho”, que ha contado mal. Es un símbolo sencillo dela condición trágica que esclaviza al jugador compulsivo, ya que, como lo pudo retratarKafka de modo magistral en su novela El proceso, el aceptar el juicio implicainevitablemente, cuando de la desolación se trata, la aceptación de la condena que se fingeevitar. Se trata de un juez que no se ablandará con ofrendas, y de un juzgado que no sepuede cambiar fácilmente. Un juzgado en el cual uno siente que todo lo que diga será sinduda utilizado en su contra. Si mal no recuerdo ha sido Todorov el que ha señalado que laconciencia moral es un “otro” generalizado, lo cual nos permite reflexionar hasta qué puntoese otro cuya “mirada” nos juzga, se difunde en el entorno para coincidir, como otroranuestra madre umbilical, con nuestro mundo entero. El juez que en la desolación memaldice certifica permanentemente mi condena. Tal vez en los avatares de la vida cotidianasólo ponga mala cara, o a lo sumo me reproche de ese modo apabullante que configura loque llamamos “reto”. Pero más allá de lo que me gusta admitir, el drama consiste en quecon eso (la mala cara o el reto) podría bastar para que algunas veces se despertara en miinterior el niño tembloroso que teme a la desolación. No es de extrañar entonces que eseniño que llevamos dentro viva en parte soñando con el día en que la bruja, convertida en152
hada, lo salva, lo absuelve, le sonríe, lo bendice y se queda con él. Como dice Trilussa: “laprimera esperanza es siempre aquella de ser comprendido por una mujer bella”.La decepción y la esperanzaEse juez que nos condena, y que, para certificar nuestra culpa, nos atrae hacia su juzgadocon fuerza irresistible, a pesar de la premonición que nos advierte que saldremosmalparados, reaviva en nuestro ánimo la envidia, los celos y la admiración, frente a laimago de otras personas, inocentes y benditas, que se estiman a sí mismas. Con ese juezque no es otro que un íntimo personaje de nuestra propia historia, tenemos un diálogo queno cesa con su muerte en el mundo. Es un diálogo inconcluso, interminable, que pierdecontinuamente su camino de palabras y, sin embargo, no pierde la motivación que nosimpulsa, una y otra vez, a reiniciarlo con los nuevos argumentos que nuestro ingenio(inútilmente) continuamente produce. Todo cuanto se ha dicho acerca de la pérdida delsentido de la vida, o del llamado “vacío existencial”, puede entenderse como la efectividadde su condena, que se sustancia en demostrarnos que no somos dignos de su amor, no nosestima, no nos valora y no nos necesita. Su maldición dice eso, y el mismísimo infierno espreferible, como continuación del diálogo, a la presunción horrible de que ya no seremosescuchados precisamente por aquellos que más nos importan. En la película Un hombre defamilia vemos algo similar dramatizado en un solterón rico, poderoso y exitoso, rodeado detodo el confort material que podría desearse, que en el día de navidad, perdido en unaNueva York de fiesta, se siente desolado. Se ha dicho, lúcidamente, que el drama de lavejez no consiste en la invalidez que nos lleva a necesitar de los otros, sino en laconstatación cotidiana de que los otros nos necesitan cada vez menos, y que ya no cuentancon uno cuando arman sus proyectos. Las representaciones abundan: se suele hablar, en elcaso de la madre cuyos hijos se casan, del síndrome del “nido vacío”; también se suelehablar de ocupar el asiento de atrás de un automóvil que ya no se conduce o, en los casosmás trágicos, de los ancianos que, en el internado geriátrico, moribundos, tardandemasiado en morir y ya no se los visita. Se comprende entonces que Víctor Hugo hayadicho, según lo afirma Todorov, “comencé mi muerte por soledad”, porque ¿qué otra cosaque no sea la desolación puede explicar la perdida completa de los proyectos que sustentanlas ganas de vivir? Conviene prestar atención, sin embargo, a que detrás de todas estasrepresentaciones de una misma tragedia se oculta un gran malentendido. La tragedia noproviene de que no haya ninguno, lo que se dice nadie, conviviendo con uno; elaislamiento no es lo que nos daña, porque es imposible; la tragedia consiste en queponemos nuestro afecto, exclusivamente, en quien ya no nos mira. El lenguaje coloquialposee una expresión, “se hace el interesante”, para referirse a quien adopta la posición de“establecer una distancia”. La sabiduría popular reconoce de este modo la circunstanciafrecuente por la cual aquel que “no nos mira” se vuelve “interesante”.La desolación, en su peor momento, conduce a la desesperación. La existencia delproverbio que dice que el que espera desespera señala que la espera, en la medida en que seprolonga, va minando la confianza. La desesperación es el producto de una espera que haperdido su confianza. También se suele decir que la esperanza es lo último que se pierde, oque mientras hay vida hay esperanza, lo cual parece sugerir la idea de que la esperanza es,frente a la desesperación, el último recurso. Pero incluso (lo que resulta más importantetodavía) que la desesperación absoluta, sin esperanza, es incompatible con la vida.Recordemos la frase de Caronte, el barquero que conduce las almas al infierno en Ladivina comedia: “dejad toda esperanza, vos, que entrais”, lo cual equivale a decir “dejad153
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