forma que su contorno dibuja. A este self aludimos las veces que nos hemos referido a larelatividad del yo.Cuando en nuestra más tierna infancia, pensando como un primitivo, incluíamos en nuestroself todo aquello que nos daba placer, poniendo allí, en lo que considerábamos “yo”, unaparte que un observador hubiera dicho que pertenecía al mundo o al yo de algún otro,progresábamos en un camino que ineludiblemente conduciría a una crisis. Un buen día,que en aquel entonces nosotros consideramos muy malo, tuvimos dificultades en eldominio, en el control, de una parte que creíamos nuestra y que en ese instante remotocomenzó a comportarse como si estuviera regida por la voluntad de otro. Esa crisis,vinculada a los límites que separan nuestra potencia de nuestra impotencia, corresponde alinstante original en el cual, por primera vez, nació el afecto que llamamos celos. Qué dudacabe, entonces, de que esos celos, íntimamente unidos al sentimiento humillante deimpotencia, fueron al mismo tiempo el sentimiento de un enorme daño, de un episodio tanfunesto y horrible como ser devorado, que mutilaba drásticamente el tamaño de nuestroquerido yo. Tampoco cabe duda de que, desde aquel entonces, intentamos curarnos de esoscelos buscando una mirada enamorada que con su “reconocimiento” nos devuelva la ideade que somos valiosos restituyéndonos el sentimiento de que nuestro yo “está completo”.Esto puede formularse de maneras distintas (con los distintos “antídotos” de la desolación),desde el común sentimiento de que “tú eres mía (o mío)”, hasta el logro de la miradaarrobada con la que me otorgas el reconocimiento de que estoy “completo”, porque conella me dices: “soy, enteramente, una parte de ti”.Celos, impotencia y mutilación del yo parecen ser los átomos de la molécula que, deacuerdo con Freud, se constituía como amenaza de castración en el Complejo de Edipo.Freud pensaba que el temor a la muerte esconde el temor a la castración. Recordemos que(como antes dijimos) lo que se teme representa, en un tiempo que llamamos futuro, losdolores que atenazan nuestra vida actual. Podemos volver ahora a nuestra preguntaanterior: ¿Cuál puede ser, entonces, ese dolor que ya sentimos y que representamos con ladesaparición de aquello que llamamos “yo”? No parece muy aventurado suponer que laidea insoportable de que nuestro yo desaparezca es la forma en que representamos un doloractual, una injuria a nuestro egocentrismo, que evoca el dolor de aquella otra injuriaprimitiva que fue experimentada como un enorme daño que empequeñecía, mutilándolo, anuestro yo idolatrado. Esto nos permite comprender que una preocupación menor frente ala idea de la propia muerte, posible gracias a una reducción de la egolatría primitiva, quedisminuye la injuria y el dolor actual por las mermas que el envejecer produce, semanifieste en una longevidad saludable.Hemos hablado de una muerte personal, de una muerte propia, y esto nos lleva nuevamentea la idea de que lo que muere es el yo. Pero también hemos dicho que el yo es relativo, yesto significa que se constituye, variando en cada instante, como producto de una relación.Si, como señala Sheldrake, lo que existe se forma en un campo “mórfico” cuyapermanencia opera como la repetición de un hábito. Si el mundo está impregnado condistintas ondas, combinadas y moduladas en distintas frecuencias. Si cada organismo esrecorrido, como una antena, por todas las ondas, y el yo “acostumbra” sintonizar en Ello,en el entorno que capta la antena, algunas ondas que como “tú” y como “él”, o como“ella”, determinan aquello que, impregnándolo, lo constituye “en resonancia”. Mi yorelativo, que siento como propio, privado de la red personal que configura su entorno,como un receptor de radio “muerto” en un país sin emisoras, duraría tanto como un trozode hielo en el infierno. ¿Qué significa entonces una muerte propia? Weizsaecker afirmaque nuestra posición en la vida es, con nuestros semejantes, inevitablemente recíproca, ya98
que todos ocupamos un lugar en el espacio que determina nuestro punto de vista, unespacio que no puede ser ocupado al mismo tiempo por otro. En cambio, frente a lamuerte, dice Weizsaecker, compartimos una condición solidaria que solicita, que requierenuestra responsabilidad. Atrapados, todos por igual, en un morir que es matar, y en unmatar que es morir, nuestra muerte, ilusoriamente propia, aunque nos caracterice no nospertenece, porque afecta a la red de personas con las cuales, al convivir, nos constituimosrecíprocamente. Se suele decir que el derecho de uno termina donde empieza el derecho delos otros, y no cabe duda de que morimos conviviendo nuestra muerte, porque morimos, debuena o mala manera, dentro de una relación con otros. Nuestra solidaridad en la muertedepende de nuestra reciprocidad en la vida o, lo que es lo mismo, nuestra reciprocidad enla vida determina nuestra solidaridad en la muerte. Cuando morimos sustraemos,mermamos, mellamos, menoscabamos una parte, grande o pequeña, de lo que las personasde nuestro entorno sienten como propio. Al morir, les morimos, que es una forma de decirque los matamos “un poco”. ¿No sentimos acaso lo mismo cuando se nos mueren?99
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