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compromiso de ese tipo.

¿Por qué estamos entonces tan obsesionados con la idea de hacer concesiones para

llegar a un consenso si eso suele dar mal resultado?

El gran problema de este enfoque es que ha llegado a gozar de inmensa popularidad

en política, en psicología de las relaciones y en todo lo demás. Saber ceder, se nos dice

de manera algo simplona, es un bien moral sagrado.

Piensa de nuevo en la demanda del rescate: no hay un rescate «justo» y lo que el

sobrino quiere es no tener que pagar nada. Así que, ¿por qué habría de ofrecer 75.000

dólares, o más aún, 150.000? Para empezar, nada valida la petición de los 150.000

dólares. Cualquier concesión enmarcada dentro de esa lógica supondrá un resultado

terrible para el sobrino.

Estoy aquí para desenmascarar este mandato de las concesiones, sin tapujos. No

hacemos concesiones porque esté bien: las hacemos porque es lo más sencillo y porque

nos hace quedar bien. Las hacemos para poder decir que, al menos, nos quedamos con la

mitad del pastel. En esencia, nos comprometemos por seguridad. En una negociación, la

mayoría de las personas actúan impulsadas por el miedo o por el deseo de evitar el dolor.

Muy pocas veces lo hacen impulsadas por sus verdaderos objetivos.

Por tanto, nunca cedas y —he aquí una regla simple— nunca te comprometas a llegar

a un punto medio. Las soluciones creativas suelen ir precedidas de cierto grado de

riesgo, molestias, confusión y conflicto. La conciliación y las concesiones no generan

nada de eso. Debemos ser duros y asumir esos riesgos. De ahí salen los buenos tratos,

eso es lo que hacen los grandes negociadores.

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