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—¿Algún título en psicología, sociología o algo mínimamente relacionado con la

negociación?

—No.

—Parece que ha contestado a su propia pregunta —me dijo—. No. Y ahora márchese.

—¿Que me marche? —protesté—. ¿En serio?

—Sí. Déjeme en paz. Todo el mundo quiere ser negociador de rehenes y usted no

tiene currículum, experiencia ni habilidades. ¿Qué diría usted en mi lugar? Ahí lo tiene:

«No».

Me quedé en silencio delante de ella. «No es aquí donde termina mi carrera como

negociador», pensé. Si había sido capaz de aguantar la mirada a terroristas no iba a

marcharme sin más.

—Vamos —dije—. Tiene que haber algo que pueda hacer.

Amy negó con la cabeza y soltó una de esas risas irónicas como diciendo que ni de

broma vas a tener una oportunidad.

—Mire, sí que hay algo que puede hacer: preséntese voluntario para el teléfono de la

esperanza. Y después vuelva a hablar conmigo. No le garantizo nada, ¿lo entiende? —

me dijo—. Y ahora en serio, váyase.

Esta conversación con Amy me hizo tomar conciencia de las complejidades y las

sutilezas ocultas en cualquier conversación, del poder de determinadas palabras y de las

verdades emocionales aparentemente ininteligibles que tan a menudo subyacen a los

diálogos inteligibles.

Una trampa en la que muchas personas caen es la de tomarse lo que dicen los demás

en sentido literal. Empecé a darme cuenta de que, si bien la gente jugaba al juego de la

conversación, donde residían todas las ventajas era en el juego que está detrás del juego,

un sitio donde muy pocos juegan.

En aquella conversación vi que la palabra «no» —aparentemente clara y directa— en

realidad no era tan simple. A lo largo de los años, he vuelto a recordar aquella

conversación muchas veces, rememorando la forma en la que Amy me rechazó una y

otra vez. Pero sus «noes» eran tan solo una puerta para el «sí». Nos dieron —a ella y a

mí— tiempo para hacer giros, ajustarnos y reexaminarnos, y crearon, de hecho, el

contexto para llegar al único «sí» que importaba.

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