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acaba de ofrecerle al otro pasarle con su novia piensa que está al mando de la situación.

Y el secreto para llevarse el gato al agua en una negociación es hacer creer a tu oponente

que es quien la controla.

Lo genial de esta técnica está muy bien explicado en un pasaje del libro Split-Second

Persuasion (Persuasión instantánea),[14] del psicólogo Kevin Dutton. Dutton habla de

lo que él denomina «descreimiento», una resistencia activa a creer lo que otra persona

dice, una actitud de completa desconfianza. Ese es el punto en el que suelen comenzar

las dos partes de una negociación.

Si no se rompe nunca esa dinámica, terminarás teniendo un enfrentamiento, en la

medida en que ambas partes tratarán de imponer sus puntos de vista: dos cabezas duras

chocando una contra otra, como sucedió en Dos Palmas. Pero si consigues que la otra

parte suspenda su incredulidad, podrás ir consiguiendo poco a poco que se aproxime a tu

punto de vista, subvirtiendo la dirección de su energía. Eso es exactamente lo que la

pregunta del camello consiguió obrar sobre la actitud del secuestrador. No se trata de

persuadir a la otra parte para que vea tu punto de vista; en lugar de ello, debes colocarla

inadvertidamente en ese punto. Como dice un refrán inglés, la mejor manera de montar

un caballo es hacerlo en la dirección en la que se dirige.

Nuestro trabajo como persuasores es más sencillo de lo que creemos. No se trata de

conseguir que los otros crean lo que decimos. Basta con suspender su incredulidad. Una

vez logramos eso, tenemos media partida ganada. «El descreimiento es la fricción que

mantiene la persuasión controlada. Sin él, no habría límites», explica Dutton.

Hacer creer a un oponente que controla la situación mediante preguntas bien

calibradas (es decir, pidiendo su ayuda) es una de las herramientas más poderosas para

suspender su descreimiento. Hace no mucho, leí un artículo magnífico en el New York

Times[15] de un estudiante de medicina que había tenido que vérselas con un paciente

que se había arrancado el gotero, había cogido sus cosas y se estaba yendo del hospital

porque los resultados de su biopsia llevaban días de retraso y estaba cansado de esperar.

Justo entonces apareció un médico veterano que, tras ofrecer con tono tranquilo un

vaso de agua al paciente en fuga, le preguntó si podían hablar un momento. Le dijo al

paciente que comprendía su malestar y prometió llamar al laboratorio para averiguar por

qué se retrasaban los resultados.

Pero lo que realmente suspendió el descreimiento del paciente fue lo que hizo a

continuación: formular una pregunta calibrada. ¿Qué tenía que hacer que fuera tan

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