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Cuando me destinaron a la JTTF trabajé con un teniente de la policía de Nueva York

llamado Martin. Martin era una persona difícil de convencer, y cada vez que se le pedía

algo respondía con una negativa brusca. Una vez que llegué a conocerle un poco, le

pregunté por qué.

—Chris —me dijo con orgullo—, el trabajo de un teniente es decir «no».

Al principio, interpreté esa forma de respuesta automatizada como falta de

imaginación. Pero después me di cuenta de que yo hacía lo mismo con mi hijo

adolescente, y que una vez que le había dicho «no», con frecuencia me encontraba más

dispuesto a escuchar lo que fuera que tuviera que decirme.

Una vez que me había protegido, podía relajarme y considerar más fácilmente otras

posibilidades.

«No» es el principio de la negociación, no el final. Estamos condicionados para temer

la palabra «no». Pero a menudo suele ser más una declaración sobre nuestras

percepciones que sobre un hecho. Muy pocas veces significa: «He considerado todos los

hechos y he tomado una decisión racional». Por el contrario, «no» es normalmente una

decisión, con frecuencia temporal, que nos permite mantener el statu quo. El cambio da

miedo y el «no» ofrece un poco de protección ante ese miedo.

En su excelente libro De entrada, diga no,[8] Jim Camp aconseja al lector darle

permiso a su adversario (la palabra que él usa para referirse a la contraparte) para decir

«no» desde el principio de la negociación. Lo llama «el derecho a veto». Camp observa

que la gente luchará a muerte para preservar su derecho a decir «no», por tanto,

otorgándoles de antemano ese derecho el ambiente de la negociación se vuelve más

constructivo y colaborativo casi de forma inmediata.

Cuando leí el libro de Camp, me di cuenta de que esto era algo que como

negociadores de rehenes sabíamos desde hacía años. Habíamos aprendido que la manera

más rápida de conseguir la salida de un secuestrador era tomarse el tiempo de hablar con

él en vez de «pedirle» su rendición. Pedir su rendición, «decirle» que saliera, siempre

terminaba creando una situación de estancamiento mucho más larga y ocasionalmente

derivaba en muertes.

Al final todo se reduce a la profunda y universal necesidad de autonomía. Las

personas necesitan sentir que tienen el control. Cuando garantizas la autonomía de otra

persona otorgándole claramente permiso para decir «no» a tus ideas, las emociones se

calman, la eficacia de las decisiones aumenta y la otra parte puede estudiar realmente tu

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