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La Seleccion - Kiera Cass

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—¿Tus doncellas? —preguntó él, con un tono que me dejaba como una idiota.

—Sí, mis doncellas —le miré a los ojos, para que se diera cuenta de que en

realidad solo una minoría escogida de la multitud de personas que vivían en el

palacio estaban a salvo. Estaba a punto de echarme a llorar. No quería hacerlo, y

respiraba a gran velocidad para intentar controlar mis emociones.

Me miró a los ojos y pareció entender que en realidad estaba a apenas un

paso de ser una sirvienta. Aquel no era el motivo de mi preocupación, pero me

parecía extraño que un sorteo marcara la diferencia entre alguien como Anne y

como yo.

—Ahora mismo deben de estar escondidas. El servicio tiene sus propios

lugares donde ocultarse. Los guardias saben muy bien cómo tomar posiciones

rápidamente y alertar a todo el mundo. Deberían estar bien. Tenemos un sistema

de alarma, pero, la última vez que entraron, los rebeldes lo desbarataron por

completo. Están trabajando para arreglarlo, pero… —Maxon suspiró.

Fijé la mirada en el suelo, intentando aplacar todas mis preocupaciones.

—America, por favor…

Me giré hacia Maxon.

—Están bien. Los rebeldes han sido lentos, y todo el mundo en palacio sabe

qué hacer en caso de emergencia.

Asentí. Nos quedamos allí, de pie, un minuto, hasta que noté que se disponía a

marcharse.

—Maxon —susurré.

Él se giró, algo sorprendido de que alguien se dirigiera a él de un modo tan

informal.

—Sobre lo de anoche… Deja que te explique. Cuando vinieron a casa, a

prepararnos para venir aquí, un hombre me dijo que yo nunca debía decirte que

no. Pidieras lo que pidieras. En ningún caso.

—¿Qué? —respondió él, atónito.

—Lo dijo de un modo que hacía pensar que podrías pedir ciertas cosas. Y tú

me habías dicho que no habías tratado con muchas mujeres. Después de

dieciocho años…, y luego pediste a los cámaras que se alejaran. Me asusté

cuando te acercaste tanto.

Maxon sacudió la cabeza, intentando procesar todo aquello. La humillación, la

rabia y la incredulidad se reflejaban en su rostro, habitualmente sereno.

—¿Eso se lo han dicho a todas? —dijo, horrorizado.

—No lo sé. Supongo que a muchas de las chicas no les hacía falta que se lo

advirtieran. Probablemente « ya estén» deseando abalanzarse sobre ti —

observé, señalando con un gesto de la cabeza a las demás.

Él chasqueó la lengua, molesto.

—Pero tú no, así que no tuviste ningún reparo en darme un rodillazo en la

entrepierna, ¿es eso?

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