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De pronto sonó el himno y vi el escudo nacional en unas pequeñas pantallas
repartidas por la sala. Levanté la cabeza y erguí el cuerpo. Lo único en lo que
podía pensar era en que mi familia iba a verme aquella noche, y quería que
estuvieran orgullosos de mí.
El rey Clarkson estaba en el estrado hablando del « breve e infructuoso»
ataque al palacio. Yo no lo habría llamado infructuoso, y a que consiguió
asustarnos a casi todos. Fueron dando las noticias una tras otra. Intenté prestar
atención a todo lo que se decía, pero me costaba. Estaba acostumbrada a ver todo
aquello desde la comodidad de mi sofá, con un cuenco de palomitas y entre los
comentarios de mi familia.
Muchas de las noticias tenían que ver con los rebeldes, a los que se culpaba de
diversos actos sin dejar margen de duda. Las obras de las carreteras que se
estaban construy endo en Sumner iban con retraso a causa de los rebeldes, y el
número de policías locales en Atlin había disminuido porque se había enviado un
grupo de refuerzo para contener los disturbios provocados por los rebeldes en
Saint George. Yo no tenía ni idea de que hubiera sucedido ninguna de aquellas dos
cosas. Entre todo lo que había visto y oído durante mi infancia y lo que había
aprendido desde mi llegada al palacio, empecé a preguntarme cuánto sabíamos
exactamente sobre los rebeldes. Quizás estuviera equivocada, pero no me
parecía que se les pudiera culpar de todo lo que ocurría en Illéa.
Y de pronto, como si hubiera salido de la nada, apareció Gavril en el plató,
presentado por el coordinador de Eventos.
—Buenas noches a todos. Hoy tengo un anuncio especial que hacer. Se
cumple una semana de Selección y ocho señoritas y a se han vuelto a casa,
dejando atrás a veintisiete bellas jóvenes entre las que tendrá que escoger el
príncipe Maxon. La semana que viene, pase lo que pase, dedicaremos la may or
parte del Illéa Capital Report a conocer a estas asombrosas jóvenes.
Sentí el sudor en las sienes. Estar ahí sentada y poner buena cara…, eso podía
hacerlo, pero ¿responder preguntas? Sabía que no iba a ganar aquel jueguecito;
aquella no era la cuestión. Sin embargo, desde luego, no quería quedar como una
tonta delante de todo el país.
—Antes de pasar a las señoritas, hablemos un momento con el hombre de
moda. ¿Cómo está, príncipe Maxon? —dijo Gavril, cruzando el plató.
Aquello era una emboscada. Maxon no tenía micrófono ni se había preparado
la respuesta.
Justo entonces crucé una mirada con él y le guiñé el ojo. Aquella tontería
bastó para que sonriera.
—Estoy muy bien, Gavril, gracias.
—¿Está disfrutando de la compañía hasta el momento?
—¡Sí, claro! Ha sido un placer conocer a estas señoritas.
—¿Son todas ellas tan dulces y amables como parecen? —preguntó Gavril. Y